viernes, 30 de octubre de 2009

LOS CIGARRILLOS

Juanjo se encendió un cigarro, era el último que le quedaba y a esas horas de la noche no tenía ni idea de dónde iba a poder comprar un paquete. Era lunes y los lunes cerraban los bares demasiado pronto. Saber que era su último cigarro, sin posibilidad de hacerse con más, le impedía disfrutarlo como a él le hubiera gustado. Siguió caminando por las solitarias calles de la ciudad buscando un garito abierto dónde echarse un buen lingotazo y sobre todo, comprar tabaco. Le quedaban unas caladas y muchas ansias de nicotina insatisfechas. Las perspectivas de encontrar un bar abierto eran desalentadoras y no había nadie con quien cruzarse y al que pedir un par de cigarros. Juanjo apuró el cigarro hasta que el filtro empezó a quemarse, dejándole un mal sabor de boca. Tiró la colilla al suelo con rabia y siguió caminando en busca de tabaco. De haber tenido, se hubiera encendido uno de inmediato. Era estúpido estar enganchado de esa manera a un vicio tan ridículo, tendría que pensar en dejarlo de una vez, pero lo había intentado varias veces sin lograr mantenerse apartado del humo más de un par de días. Juanjo no era fuerte de espíritu y lo sabía. Nunca consiguió nada de lo que se propuso, así que con el paso del tiempo, fue asumiendo que era un perdedor. Ya había recorrido varios locales que creía estarían abiertos, pero no, estaban cerrados. Prosiguió su búsqueda, cada minuto más desesperado y agobiado. Tiempo atrás se hubiera acercado a una gasolinera veinticuatro horas y hubiera comprado su paquete de Winston sin más, pero los cabrones del gobierno tuvieron que prohibir la venta de tabaco en ese tipo de establecimientos. El gobierno nunca se preocupó por los noctámbulos y menos si eran unos perdedores sin futuro. Juanjo se detuvo a pensar donde conseguir su ansiado tabaco. No se le ocurría nada. Los bares y los puticlubs estaban cerrados, las gasolineras no lo vendían, no había nadie por la calle, hasta las putas de la estación se habían ido… Llevado por el “mono” se puso a buscar colillas por el suelo. Pero había llovido y las que encontraba eran infumables. No era su noche. De pronto, tuvo una idea. Urgencias. La sala de urgencias siempre estaba abierta, allí siempre había gente fumando en la puerta. Encaminó sus pasos hacía el hospital con la esperanza de lograr al menos, uno de sus objetivos. No era una gran proeza, pero él se sintió contento.

jueves, 29 de octubre de 2009

Leyendo los Diarios de John Cheever, vuelvo a consignar la diferencia en cómo se ganan la vida los escritores de Estados Unidos y cómo nos la ganamos los autores de España. Cheever publicaba sus relatos en las revistas. Todos los meses. Nosotros también lo hacemos: revistas digitales y de papel, fanzines, algunos suplementos. Pero ellos cobraban por su trabajo. A tanto el folio, supongo. Y así iban tirando. Nosotros no. En España esto es impensable. Aquí te dicen, como me dijeron en el periódico en el que colaboré durante casi una década: “Si quieres seguir colaborando, tendrá que ser de forma gratuita”. En este país no hay respeto por los autores. Esteban Gutiérrez Gómez reivindicó el cuento en un manifiesto. Que yo sepa, ningún periódico lo ha publicado. Queríamos que los relatos volvieran a la prensa. Que volvieran a ocupar su antiguo lugar de privilegio. En este país no parece importar el cuento, y aún menos el cuento español, y menos aún la poesía, y menos todavía la literatura española (salvo la aparejada a los best-sellers y a los premios). Días atrás, David González tomó la sabia decisión de cerrar su blog y abrir otra bitácora en la que los lectores tendrán que pagar una cuota al año, si quieren acceder a los contenidos. Lo hizo porque recibía cientos de e-mails alabando su poesía, pero las cifras cantan: de la reedición de su poemario El demonio te coma las orejas sólo vendió unos doscientos ejemplares. La pregunta lógica que se hace es: ¿dónde están todos esos que dicen ser seguidores de mi poesía? ¿Y por qué el escritor, el poeta, deben colaborar siempre gratis, dar lecturas y conferencias sin recibir un céntimo, dispersar sus trabajos sin obtener nada a cambio? Dile tú a un albañil, después de haberte hecho el chaperón, que no tienes dinero para pagarle. No me refiero con esto a quienes ponen en pie fanzines digitales o de grapa y en los que, al final, pierden dinero porque invierten cuanto tienen. A esos hay que ayudarles. Me refiero a quienes están ganando una pasta a nuestra costa merced a las subvenciones, o a los que llenan las páginas de los periódicos con textos que no pagan, mientras ellos cobran su sueldo mensual. En España, todo lo relacionado con la literatura ibérica acaba siendo un desastre para nuestros bolsillos. Todo dios alaba la literatura independiente, pero luego, como dice Sergio Gaspar, se compra el superventas de turno. En su perfil de Facebook, Jordi Costa colgó una frase reveladora: “Jordi Costa ya tiene más amigos en Facebook que lectores tuvo su último libro”. Pues eso.

miércoles, 28 de octubre de 2009

CON FLORES A MARÍA

Cuando llegaba el mes de mayo los alumnos teníamos que llevarle flores a la Virgen. Nos obligaban los profesores. Además para hacerlo teníamos que ir al colegio un cuarto de hora antes de lo acostumbrado. Coger las flores del campo estaba bien y no suponía mucho trabajo dado que nuestra casa era de las últimas del barrio y el campo estaba al lado. Por esas fechas todo se llenaba de flores silvestres. Las mariposas y los saltamontes estaban por doquier y las noches eran arrulladas por el canto de los grillos. En esos días le pedía ayuda a mi hermana y entre los dos recogíamos el ramo de flores. La mayoría de las flores las aportaba ella, tenía mejor gusto a la hora de combinar los colores. Yo la dejaba a su aire y mientras aprovechaba para capturar todo bicho que se me ponía por delante y meterlos en botes de cristal con la tapa de chapa llena de agujeros. Con la excusa de la recogida de las flores mi hermana y yo podíamos estirar esos momentos y llegar tarde a la mesa. Si acaso mi padre nos reñía por la tardanza y sobre todo porque su plato se había enfriado, nosotros nos excusábamos con que las flores eran para la virgen y que esa misma tarde las tenía que llevar al colegio para ofrecérselas junto a los demás niños. Me gustaban esos momentos con mi hermana. Lo que no me gustaba era atravesar medio pueblo camino del colegio portando las flores. Al verte, los chavales mayores se reían. Yo siempre procuraba evitar esos encuentros pero era inevitable cruzarte con algún grupo y recibir sus burlas. Como aquel día en concreto. Yo me dirigía al colegio con un gran ramo de flores. Normalmente mis ramos eran más abultados y surtidos que los que vivían en el interior del pueblo. Lo llevaba con aíre de desprecio, como si me importase un pito. Con el brazo que lo sujetaba descolgado y las flores mirando hacia el suelo. Que se notase que me obligaban a llevarlo. Aunque más bien era una forma de no parecer un mariquita. Entonces me crucé con aquellos tres chavales. Me sacaban un palmo y dos o tres años de más. Me rodearon y empezaron a empujarme. Uno de ellos, el más corpulento, me quitó el ramo y me golpeó en la cabeza con él. Algunas flores cayeron al suelo. Intenté recuperarlo pero terminé en el suelo de un empujón. Me levanté impulsado por el resorte de la rabia y me lancé contra el tipo que me había empujado, pero me aprisionó el cuello debajo de su brazo y con un giro me mando de nuevo al suelo. Eché de menos a mi hermana. En ocasiones como ésa, a ella le embargaba un impulso protector hacia mi persona. Sin tener en cuenta que ella era más débil que mis agresores, se lanzaba contra ellos con ímpetu atrabiliario. Sacaba las uñas y al grito de: ¡A mi hermano no le pegues! se hacía la dueña de la pelea, incluso en las que iba ganando yo. Supongo que mi rival en cuestión se veía indefenso ante el desaforado ataque de una niña tan pequeña. Ninguno de ellos se atrevió nunca a ponerle la mano encima y a partir de su intervención siempre se daban por rendidos y abandonaban la pelea. Lamentablemente ese día mi hermanita no estaba cerca. Hice amago de levantarme pero…

- Chavalín, no me obligues a pisarte la cabeza. Me advirtió el corpulento.

Supe que lo decía en serio y decidí quedarme donde estaba.

- ¡Por favor! Devuélveme el ramo… lo tengo que llevar al colegio.

Los tres jóvenes se rieron de mí imitando el tono suplicante de mi voz. El corpulento, en un acto inicuo, arrojó el ramo sobre el tejado de una casa próxima. Casi se me saltan las lágrimas. Recibí algunos insultos más y por fin se fueron y me dejaron en paz. Me puse en pie y pude ver el ramo sobre las tejas. Pensé en la forma de recuperarlo pero no se me ocurrió ninguna. Recogí las pocas flores que estaban diseminadas por el suelo y traté de confeccionar un ramillete. Estaban tan deterioradas y eran tan pocas que desistí del empeño. Eché otra mirada al ramo del tejado y sabiendo que iba a tener problemas encaminé mis pasos hacia el colegio. Me dolía el codo derecho, vi que tenía un rasponazo ensangrentado. Me limpié la herida con saliva y seguí andando. A la entrada del colegio me fijé en que todos llevaban su ramo, todos menos yo. Antes de entrar en las aulas, era costumbre que nos reuniésemos todos en un ensanche del pasillo central del edificio. Frente a unos grandes ventanales estaba montado un altar presidido por la imagen de la Virgen María. Allí cantábamos desafinados “Con flores a María” y luego en rigurosa fila de a uno, le íbamos haciendo entrega de las flores. Yo intentaba ocultarme entre los demás alumnos pero en un momento dado el director del colegio se fijó en mí. Deseé con todas mis fuerzas que la tierra se abriera y me tragase.

- ¿Por qué no ha traído flores como los demás?... ¿Acaso se cree usted superior al resto de sus compañeros?
- Las traía, pero unos chavales mayores me las han quitado y las han tirado a un tejado. - dije enseñando el codo ensangrentado como prueba de que decía la verdad.
- Eso no es excusa… Durante las clases, usted se quedara aquí pidiéndole perdón a la Santa Madre.

Después el resto del alumnado entró en las aulas. Me quedé solo delante de la imagen de La Virgen. Observé su rostro intentando descubrir algún gesto de enfado hacia mí, pero solo veía su cara de siempre. Me apoyé en la pared resignado a pasar la tarde allí. Era extraño estar solo en medio de aquel inmenso pasillo, yo siempre lo había visto repleto de gente a la entrada y salida de las clases. Era la primera vez que lo veía tan vacío. Nunca me gustó destacar por encima de los demás, me sentía mejor camuflado dentro de la masa. Y estar solo allí, en medio del pasillo, me producía y una sensación de desnudez que me ponía nervioso y me hacía sentir desvalido. Para librarme de aquellos sentimientos me puse a mirar a la calle a través de los ventanales. El director del colegio me sorprendió de esa guisa.

- ¿Se puede saber que hace mirando por la ventana?...

Me giré sobresaltado.

- … Si lo he dejado aquí es para que le pida perdón a la Virgen… ¿Se lo ha pedido ya?...

Afirmé con un gesto de cabeza.

- …No me parece usted arrepentido. Póngase de rodillas y pídaselo con fervor y humildad.

Estuve a punto de preguntarle por el significado de la palabra “fervor” pero deduje que no era el mejor momento. Obedecí sin rechistar y me arrodillé frente a la imagen de la Virgen.

- Yo me pasaré de vez en cuando por aquí, así que no se le ocurra abandonar este lugar. ¿Me ha entendido?

Afirmé con un gesto de cabeza. El director me observó durante unos instantes que a mí me parecieron eternos, luego se dirigió a su despacho y desapareció por el fondo del pasillo. El olor de las flores daba al pasillo un falso aire de libertad que me recordaba los campos multicolores de las proximidades de mi casa. Pensé en mi hermana recogiendo flores y en mí cazando saltamontes y lagartijas. Aunque no me sentía culpable intenté pedirle perdón a la Virgen… No me salían las palabras… Entonces se me ocurrió que si Dios era el causante de todo en el universo y dado que era el marido de la Virgen, tal vez fuese Él el culpable de lo ocurrido. Quizá estaba enfadado con su mujer, oseá con la Virgen, y por eso puso en mi camino a los tres chavales que me arrebataron el ramo. No quise seguir por ahí no siendo que mis pensamientos incurriesen, sin querer, en un pecado mortal. Después de un buen rato empezaron a dolerme las rodillas, además la inmovilidad y el ambiente húmedo me habían dejado frío el cuerpo y me puse a tiritar. Los dientes me castañeaban y el dolor de las rodillas era insoportable. Miré a ambos lados del silencioso pasillo y me puse en pie. Las piernas se me habían dormido y de poco me caigo. Me froté con las manos todo el cuerpo intentando entrar en calor. Por un lado me daba miedo de que el director me sorprendiese y por otro me sentía culpable (ahora sí) de haberle fallado a la Virgen. En cuanto me sentí mejor volví a ocupar mi sitio postrándome de rodillas. Al cabo de unas horas (horas de frío, dolor y entumecimientos) vi como un niño salía de una de las aulas portando la campana que anunciaba el final de las clases. Después de que la hiciera sonar me puse en pie y, casi sin poder andar, salí a la calle. De haber sabido que el director no iba a aparecer en toda la tarde me hubiera largado mucho antes. De regreso a casa pasé por delante de la casa donde los chavales habían arrojado mi ramo de flores. Mire al tejado y allí seguía, en medio de las tejas. Durante una temporada, cada vez que pasaba por ese sitio miraba al tejado y veía como día a día las flores se iban marchitando. Hasta que un día desaparecieron.



sábado, 24 de octubre de 2009

DESPEDIDIA

Dos personas en una habitación. Una de ellas hace la maleta.

- ¿Cuándo vuelves?
- No lo sé.
- ¿Vendrás por Navidad?
- Ya te he dicho que no lo sé.
- ¿Y cómo me pongo en contacto contigo?
- En cuanto tenga el teléfono instalado yo te llamaré.
- ¿Puedo escribirte?
- Te mandaré la dirección cuando la tenga.

Silencio largo, muy largo...

- Tengo la sensación de que no vamos a vernos más.
- No digas bobadas.
- Lo pienso de verdad.
- Bobadas.
- Ya...

La maleta se va llenando mientras armario y cajones se vacían. Las dos personas se mantienen en silencio, ocultando sus respectivos dolores.

- ¿Has visto la camisa gris?
- ¿La que yo te regalé?
- Sí.
- Está en la lavandería.
- ¡Mierda!
- Cuando tenga tus señas te la mandaré por correo.

La maleta ya está llena.

- Ahora tengo que irme.
- ¿No vas a darme un beso?
- Mejor que no.

La maleta sale de casa y entra en el ascensor.

- Adiós.
- Adiós. Llámame, por favor.

La puerta del ascensor se cierra. Ruidos del motor del ascensor.

jueves, 22 de octubre de 2009

EL ÚLTIMO PASEO

Iván iba a ser trasladado a la capital por motivos laborales y en mucho tiempo, aquel paseo iba a ser el último que diera por la ciudad que le había visto nacer. Sus muebles y demás enseres ya estaban de camino a destino, y él saldría tras ellos a primera hora de la mañana. En el piso sólo quedaban un par de bolsas de viaje llenas de ropas y trastos, y un viejo colchón que no valía el coste del transporte, por eso aun seguía en la casa y en él dormiría aquella noche. Enfiló la calle Portales con paso tranquilo. No había prisa. Tenía todo el día para despedirse de su amada cuidad. Sus seres queridos estaban muy contentos por él. Todos le habían felicitado por el ascenso y la espectacular subida de sueldo. Pero él no lo tenía tan claro. No estaba seguro de que el cambio fuera a ser compensado con las mejoras laborables. Él amaba su ciudad y a las personas que la habitaban. Abandonarla era un gran esfuerzo emocional y eso raramente se compensaba con dinero. Había tomado la decisión más que nada, aconsejado por sus familiares y amigos. Sin embargo, Iván ya era feliz así, no necesitaba un despacho o una nómina más grandes para sentirse mejor. Si por él fuera, hubiera seguido cómo siempre. Su vida ya era perfecta. ¿Por qué cambiarla? La cuestión le rondaba desde hacía semanas y aún no había encontrado respuesta. En su camino, pasó por delante de un panel digital que mostraba la hora y temperatura, pero a él le pareció leer: “QUEDATE”. Fijó la mirada en el mensaje y entonces las lucecitas bailaron hasta convertirse en ‘las once y treinta y siete’. Pensó que todo era producto de su imaginación y siguió andando. Llegó hasta los pies de la catedral de La Redonda y levantó la vista hasta la punta de sus torres. El cielo gris las envolvía. Se le hizo un nudo en la garganta y se le escaparon las lágrimas. Se sorprendió de su propia reacción. No esperaba emocionarse. Se limpió con un clínex y mientras se sobreponía, se sentó en una de las terrazas de La Plaza del Mercado. Eligió una mesa al cobijo de un árbol, pidió un cortado y se lo fue bebiendo lentamente, a sorbitos. Un músico callejero y su saxofón pusieron banda sonora al contorno de la plaza. Las acarameladas notas se pegaban a la piel como el bochorno de una tarde de verano. Al cabo de unos veinte minutos se levantó y siguió caminando por la calle Herrerías. Se desvió hasta El Puente de Piedra para ver desde lo alto de sus arcos el Ebro y su ribera. Las aguas bajaban tan sucias como siempre, algunos patos nadaban contra corriente. Después de fumarse un cigarro observando a las cigüeñas, regresó al centro callejeando por el casco viejo. Al llegar a la calle Laurel comenzó a llover. Aprovechó para entrar en El Sebas a comer un par de orejitas de cerdo y beber un crianza. La lluvia arreciaba. De dos bocados, terminó con las deliciosas orejitas. Aún tenía hambre, así que pidió un pimiento relleno de carne y otro vino. No había prisa, allí se estaba bien, así que mejor esperar a que el chaparrón amainase. Aún debía pasar por muchos lugares para llevarse un poco de su esencia. Sabía que en Madrid le esperaban días difíciles, lejos de los suyos. Serían días de adaptación y nostalgia y todos los recuerdos serían pocos para combatirlos. Un cuarto de hora después, la lluvia persistía, así que decidió proseguir su paseo. Pagó y salió. Antes de alejarse definitivamente, se giró para despedirse del Sebas y retener su imagen en la cabeza. A medida que avanzaba se iba sintiendo más y más triste, la lluvia que le empapaba alimentaba ese amargo sentimiento. Vio otro panel electrónico y buscó un segundo mensaje cómplice. Solo encontró hora y temperatura, pero cuando estaba a punto de apartar la mirada, una hilera de letras recorrió de izquierda a derecha el soporte configurando un NO TE VAYAS. Iván clavó sus ojos en la pantalla pero para cuando quiso darse cuenta, el mensaje ya había desaparecido. De nuevo, atribuyo todo a su imaginación y continuó caminando. Empezó a cuestionarse seriamente su decisión. ¿Qué se le había perdido a él en Madrid? ¿Por qué tenía que cambiar de vida y mudarse a otra ciudad si su vida ya era buena así? Un trueno estremeció las calles. La lluvia se intensificó. Iván buscó refugio debajo de las marquesinas del Teatro Bretón y se encendió otro cigarro. Expulsó el humo hacia los enormes goterones que caían fuera de las marquesinas y observó a la gente que corría para refugiarse del chaparrón. Un pensamiento narcisista le hizo sonreír levemente. Quizá la ciudad desconsolada lloraba su inminente partida. Le gustó la sensación de sentirse amado por su ciudad y en compensación quiso darle el mismo amor telepáticamente. Cerró los ojos con fuerza e intentó transmitir a las calles aquel sentimiento. Un relámpago iluminó el cielo. A pesar de tener los ojos cerrados pudo ver el resplandor a través de sus parpados. Los abrió justo cuando el estrépito del trueno hizo temblar los escaparates de los comercios. Si realmente eran lágrimas lo que caían del cielo, la ciudad debía de estar muy apenada por su abandono. Era el diluvio universal. La calzada empezaba a inundarse y las alcantarillas no daban abasto con tanta agua. Para cuando el cigarro estaba a punto de acabarse, la lluvia bajó de intensidad. Es lo que tienen las tormentas de verano, que tal y como vienen se van. Iván apuró la última calada y arrojó la colilla al suelo mojado. Dispuesto a seguir con su camino, ya había comenzado a andar cuando se fijó en el letrero de un parking próximo, que en lugar de “abierto” rezaba: “DETENTE”. Iván se detuvo en seco y justo en ese momento, un pedazo de cornisa cayó delante de él. Si hubiera dado un paso más estaría muerto. De no ser por aquel aviso hubiera sido aplastado. Retrocedió asustado, sin dejar de mirar los restos de cornisa desmenuzados por el suelo. Volvió a mirar al letrero. Quería cerciorarse de que realmente le había avisado, de que no era producto de su imaginación. Efectivamente, la palabra “DETENTE” permanecía fija en la pantalla. Segundos después, las letras empezaron a cambiar lentamente hasta que puso: “abierto”. Pero… ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso la ciudad trataba de comunicarse con él e incluso protegerle? O era eso, o se estaba volviendo loco... Iván todavía temblaba por el susto de ver la muerte a tan solo un paso cuando alguien se le acercó y le preguntó si estaba bien. Él asintió con la cabeza. No podía hablar. Entonces, mientras la gente se arremolinaba a su alrededor, se fijó en las carteleras del teatro dónde pudo leer: “ESTE ES TU SITIO”. Aquel mensaje era claro. Su ciudad le quería y se lo había demostrado salvándole la vida. No lo dudo más. Se quedaría en su ciudad. La decisión estaba tomada y nada ni nadie lograría cambiarla.

martes, 20 de octubre de 2009

SEMINARIO PRESENCIAS LITERARIAS UR 2009

ENCUENTRO LITERARIO CON EL ESCRITOR MEDARDO FRAILE
El escritor Medardo Fraile, miembro de la Generación del Medio Siglo y Premio Nacional de la Crítica, participa mañana 21 de octubre en el Seminario Presencias Literarias en la Universidad de La Rioja 2009 con un acto abierto al público que tendrá lugar a las 20.00 horas en el Centro Cultural Ibercaja -c/Portales nº 48, Logroño- en el que disertará sobre el relato breve -género que ha cultivado, siendo uno de sus mayores exponentes a nivel nacional- y presentará su libro de memorias El cuento de siempre terminar (Pre-textos, 2009).
Medardo Fraile (Madrid, 1925) ha sido miembro de la Generación del Medio Siglo y a sus 84 años es uno de los autores vivos más importantes de la literatura española contemporánea. Ha cultivado fundamentalmente el relato breve y, así, es autor de Cuentos con algún amor (1954), A la luz cambian las cosas (1959), Ejemplario (1979), Contrasombras(1998) o Años de aprendizaje (2001) recopilados en Cuentos de verdad.Desde 1964 vive en Glasgow (Escocia, Reino Unido), donde ha sido catedrático de Español en la Universidad de Stralhclyde. Un año después obtuvo el Premio Nacional de la Crítica, formó parte del Grupo Arte Nuevo -junto a Alfonso Sastre y Alfonso Paso, entre otros- y acaba de publicar sus memorias: El cuento de siempre acabar (Pre-textos, 2009).

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Seminario Presencias Literarias
Universidad de La Rioja 2009
http://www.unirioja.es/apnoticias/servlet/Noticias?codnot=1599&accion=detnot

lunes, 19 de octubre de 2009

GREGORIO EL BARBERO

Cada dos meses mi madre me llevaba a casa de Gregorio. Gregorio era el peluquero de mi barrio. Todo el que quería un corte de pelo tenía que pasar por su casa. La peluquería estaba ubicada en un cuarto de la vivienda habilitado para tal fin. Mientras te cortaba el pelo podías asistir a las conversaciones privadas que mantenía con su mujer o las broncas que les echaba a sus hijos, que eran muchos y de todas las edades. Podías adivinar que iban a comer porque te llegaba el olor de la cocina o deducir su estado de ánimo según se comportaba con los suyos. A mí nunca me gustó que me cortasen el pelo, por eso, Gregorio no era de las personas que me gustaba ver. Inevitablemente, cada dos meses no me quedaba otro remedio que hacerle una visita. Unas veces mi madre me acompañaba, otras me obligaba a ir solo. Yo prefería ir solo porque Gregorio no me pelaba tanto. Yendo con mi madre siempre salía mucho más pelado de lo que yo consentía, quizá, porque ella le animaba a que apurase el corte al máximo. Recuerdo que me gustaba sentarme en el sillón de barbero, sobre todo cuando Gregorio apretaba el pedal y yo me elevaba hasta la altura adecuada. También me gustaba el olor de las lacas y lociones que inundaban la estancia. Lo que no me gustaba era cuando cogía las tijeras y podaba mi cabeza diciendo:

- Mira que he visto cabezas en mi vida, pero con estos remolinos, ninguna.

Según Gregorio, los remolinos en la cabeza eran sinónimo de travieso y pícaro. Para él, yo era el más travieso y pícaro del barrio. Con cada tijeretezo caía un mechón de pelo a los pies del sillón, sembrando el suelo de matojos secos y muertos. Verme continuamente reflejado en el espejo que tenía en frente era una tortura. Cada amputación de cabello desmejoraba mi aspecto físico, al menos, yo lo veía así. Y durante las primeras semanas seguía sintiéndome feo y cabezón, hasta que mi pelo empezaba a crecer y yo recuperaba mi aspecto habitual. En esas primeras semanas tenía que aguantar las burlas de mis amigos y compañeros de colegio. Sobre todo las de Jacinto el malo, con diferencia, las suyas eran las que más me dolían:

- Pollo pelaó, cabeza bolo, cara culo, Mortadelo…


Esos eran algunos de sus motes preferidos. La mayoría de las veces terminábamos peleándonos y la profesora tenía que castigarnos y pasarles el recado a nuestros padres. Consecuencia: unos buenos azotes. Por eso no me gustaba que me cortasen el pelo, y por eso mismo no me gustaba ir a casa de Gregorio.

UN POETA QUE CAMINA Y REVIENTA… Por Begoña Leonardo.

No suelo utilizar este blog para temas personales o cantinelas que no sean estrictamente literarias, salvo pequeñas licencias, que como soy su propietaria tengo a bien otorgarme.Dicho esto, paso a comentar una situación que me tiene algo trastornada y por la que pido atención. Mi amigo David González es un POETA, uno que no se rendirá nunca, uno que como yo, vive y muere por y para su OBRA, grande en su caso indiscutiblemente, lo mío es otra cosa, ya se verá... Pero David, tiene publicados muchos libros, libros que ilógicamente no se venden; es cierto que en muchos casos, no nos podemos permitir comprar todos los libros que nos interesan... Esto viene a cuento por lo que ha publicado en la última entrada de su blog, que si todavía no os habéis enterado, os recomiendo que leáis atentamente y así podréis comprenderme.Por eso, yo estoy haciendo algo que considero que todos en nuestro lugar de residencia podemos hacer sin demasiado esfuerzo y que en cualquier caso, no nos va a costar ni un euro. Se trata de ir a la biblioteca sea pública, municipal, autonómica o de cualquier entidad, rellenar una solicitud con el libro de David que os interese. En mi caso se pueden solicitar varios en una misma planilla, por lo que supongo que a vosotros no os
será complicado hacer lo mismo.Espero que esta iniciativa tenga adeptos y que así contribuyamos a divulgar la obra de gente que admiramos, ahora pasa con David, en otra ocasión pasará con otros autores. De todos modos yo lo voy haciendo, todavía no he recibido la contestación de las bibliotecas, "las cosas de palacio van despacio", pero no creo que se demoren mucho, en otras ocasiones ha sido alrededor de un mes. En cuanto tenga los ejemplares en mis manos, lo haré saber.Gracias a todos, por vuestra atención y espero sinceramente que os parezca bien.

domingo, 18 de octubre de 2009

LA EMBARAZADA

Ana acababa de salir de la clínica donde le habían hecho una ecografía. Caminaba por la calle mirando boquiabierta la foto que le habían dado, en ella se podía distinguir a un pequeño feto de perfil, perfectamente normal de no ser por unas pequeñas alas que sobresalían de su espalda. El ginecólogo le había dicho que todo era normal, que posiblemente esos dos pequeños apéndices de la espalda eran manchas desenfocadas del negativo, provocadas por los movimientos del feto. Pero Ana veía claramente que no eran manchas. Eran alas, como las de los gorriones recién salidos del huevo. Cuanto más se fijaba en la foto, más convencida estaba. Su futuro bebé era un querubín en proceso de transformación. No se sentía preocupada por la anomalía de su pequeño, más bien todo lo contrario. Intuía que su hijo iba a ser alguien muy especial, un ser maravilloso que traería cosas buenas a este mundo. Se llevó las manos a la tripa y se la acarició. Entonces sintió un leve cosquilleo en su interior, algo parecido al aterciopelado roce de un puñado de plumas. No le quedó duda. En su interior llevaba un ángel.


viernes, 16 de octubre de 2009

Dado que últimamente apenas tengo tiempo libre para escribir y viendo que el material literario que dispongo va menguando, se me ha ocurrido ir rescatando relatos que ya he publicado en este blog. Los iré colgando con la etiqueta de “Entradas antiguas”. Eso sí, seguiré publicando un relato inédito a la semana de la serie “Los colores de la infancia”
Ahí va el primero de Entradas antiguas:

EL RECOGEPELOTAS

Manuel García Armas se dedicaba a la política, pero su verdadera vocación era el fútbol. De no ser por una grave lesión que tuvo en la rodilla cuando era joven, se hubiera consagrado de pleno a su deporte favorito. Fue un brillante delantero que sabía regatear en el área sin perder los nervios ni el control del balón, además era rápido como un rayo y durante tres temporadas seguidas fue el pichíchi de la tercera división. Todos los entrenadores que tuvo le auguraron un futuro brillante, pero lo cierto es que la grave lesión le apartó de los terrenos de juego para siempre. Más tarde, según fueron pasando los años se metió en política, pero siempre que le era posible acudía al palco del Bernabéu para animar a su equipo. Ese día en concreto jugaba el Madrid contra el Barcelona. En ése partido se iba a decidir la liga, y todos estaban ansiosos por saber el resultado final. Por ahora ganaba el Barcelona cero tres y tan solo se llevaban jugados treinta minutos de la primera parte. Mal lo tenían los de la capital. O se espabilaban sus jugadores o aquello se iba a convertir en un desastre. Todos los aficionados que llenaban el estadio no perdían ojo de cada jugada, todos excepto Manuel García Armas. Manuel ignoraba lo que ocurría en el terreno de juego. Toda su atención estaba puesta de uno de los recogepelotas. El chaval tendría doce o trece años, era rubio y delgado, desde el palco era lo único que Manuel alcanzaba a apreciar, no distinguía ni el color de sus ojos, ni sus rasgos faciales, pero no era su físico lo que había captado su atención. Su curiosidad se debía a que había advertido una extraña cualidad en él. Parecía como sí el chaval supiese de antemano por donde iba a salir la pelota porque, cuando eso sucedía, ahí estaba justamente él esperándola para devolverla al césped. Luego en lugar de regresar a su zona y sentarse a esperar, el chaval acudía directamente a un lugar específico del campo y allí se quedaba parado. Al poco tiempo la pelota salía de nuevo por donde él se había situado. Así una y otra vez. Aunque Manuel era un gran entusiasta de los encuentros entre su Madrid y su eterno rival el Barca, no podía quitar la vista del chaval. La cabeza de Manuel no paraba de analizar hipótesis que explicasen la habilidad premonitoria de la que aparentemente el chaval hacía gala, pero no llegó a ninguna conclusión satisfactoria. La única posibilidad era que el chaval tuviese acceso directo a un futuro inmediato. Fuese lo que fuese aquello no era normal. Entonces pasó algo especial que sólo Manuel pudo apreciar: el recogepelotas hizo un gesto contenido de celebración. Manuel no supo a que se debía hasta que pasaron unos quince segundos y el R. Madrid metió un gol. Manuel ni siquiera lo celebró, estaba tan estupefacto que no pudo. ¿Cómo era posible anticiparse a los hechos? Eso dentro de los límites de la ciencia no tenía ninguna lógica. Así fueron pasando los minutos hasta que el árbitro pitó el final del primer tiempo. En los descansos Manuel tenía por costumbre acercarse al bar a tomarse una copita de “Torres 5”, pero en esta ocasión prefirió quedarse donde estaba, vigilando al recogepelotas. Aprovechando que tenían el campo para ellos solos, los recogepelotas saltaron al césped y se pusieron a intercambiar unos cuantos pases con un balón. El chaval no parecía distinto a sus compañeros, sin embargo, Manuel intuía que sí lo era, que había algo en él que lo hacía especial y único, un sexto sentido que el resto de los seres humanos no tenemos. Sintió ganas de abandonar el palco y bajar al césped para hacerle infinidad de preguntas: ¿cuál era el secreto de su don, cómo lo había adquirido, le venía dado de nacimiento o, por el contrario, era algo que había potenciado una y otra vez hasta dominarlo de una forma natural?... Pero justo en ese momento, árbitros y jugadores salieron de nuevo al campo dando por inaugurado el segundo tiempo. Al igual que en el primero, el chaval seguía anticipándose a todas las salidas del balón por su zona. A aquellas alturas del partido, Manuel tenía claro que el recogepelotas adivinaba el futuro, por eso cuando le vió apretar los puños y dar un par de pequeños saltitos de satisfacción supo que enseguida llegaría el segundo gol. Y así fue, justo unos segundos después, el R. Madrid marcaba otro gol. Esta vez Manuel sí lo celebró, aunque sin demasiado entusiasmo porque ya lo había hecho de forma contenida unos instantes antes, con el recogepelotas. Se sintió privilegiado, podía anticiparse al futuro por medio del chaval y eso le gustó. Si pudiese utilizarlo en la política estaba seguro de que su carrera despegaría de manera fulgurante. Si el chaval podía adivinar por dónde iba a salir una pelota, ¿por qué no iba a ser capaz de adivinar los resultados de una votación? Ese pensamiento le abría las puertas de sus ansiadas metas, del éxito y de lo que era más importante, del poder. Con ese chaval a su lado la presidencia del país estaba al alcance de su mano. Justo cuando le estaba dando vueltas a esta idea, sucedió algo que le puso los pelos como escarpias. El recogepelotas estaba a lo suyo y de repente se giró y miró directamente al palco donde estaba Manuel. Durante unos segundos que parecieron eternos, ambos se miraron mutuamente. Manuel estaba aterrado, no podía moverse. De haber podido, hubiera abandonado el palco de inmediato. Sintió cómo la mirada del chaval penetraba en su mente y su cuerpo cómo un escáner de rayos x, apropiándose de sus más íntimos pensamientos. Manuel se considero violado. A partir de ese momento el recogepelotas dejó de anticiparse a los hechos y se comportó cómo lo haría cualquier recogepelotas. Manuel salió del Bernabéu un cuarto de hora antes de que finalizase el partido. Ya no le importaba si el Madrid ganaba o no la liga, lo único que deseaba era llegar a casa, meterse en la cama, taparse la cabeza con la almohada y sacarse el miedo del cuerpo.

miércoles, 14 de octubre de 2009

MI PRIMER AMOR

La vi a la salida del colegio y desde ese preciso momento me enamoré de ella. Era una preciosa niña rubia con ojos azules y sonrisa de ángel. Intenté hablar con ella, pero cuando estuve a su lado no me salieron las palabras. La niña siguió su camino y ni si quiera me miró. Yo me sabía un montón de palabras ¿por qué no había acudido ninguna a mi boca? Al día siguiente, a la salida del colegio, fui a la puerta principal y la esperé allí. Esta vez tenía un dialogo memorizado y no me iba a pillar desprevenido. Me había pasado parte de la noche en vela inventando algo bonito que llamase su atención. Fue fácil distinguirla entre toda la maraña de alumnos, ella brillaba por encima de los demás. Al pasar a mi lado abrí la boca para decirle: “Hola”, pero no pude articular una sola silaba. Cuando quise reaccionar ella ya se había ido.

- ¡A perejil le gusta esa chica! – gritó Jacinto para que todos pudieran oírlo.

Me sorprendió verle enfrente. Avergonzado me fui hacia él tratando de que se callase la boca. Por lo visto, Jacinto había estado observándome y se había dado cuenta de mi enamoramiento.

- ¿Quieres dejar de decir tonterías? – le dije a la vez que le daba un pequeño empujón.
- ¡A perejil le gusta esa chica! – gritó de nuevo.
- ¡Cállate!... – le espeté, agarrándole de la pechera. - Eso no es verdad.
- Entonces, no te importara que yo sea su novio.
- ¿Tú? ¿Su novio? Que más quisieras.
- Yo, al menos, sé como se llama. – dijo sonriendo con esa cara de malo que tanto le caracterizaba.
- ¿Cómo se llama? ¡Listo!
- ¿Si no te gusta para qué quieres saber su nombre?
- A mí me da lo mismo como se llame. Además, no me importa nada esa niña.
- Se te ve en la cara que estás colado por ella.

Noté como me sonrojaba.

- Mañana nos veremos las caras en el recreo. – le amenacé y luego seguí mi camino.

Cuando estaba cruzando la calle oí que Jacinto gritaba su nombre: “Consuelo”. Me pareció el nombre más bonito del mundo. Seguí andando sin volverme, fingiendo que no había oído nada. CONSUELO. Llegué a casa y entré en la cocina donde mi madre daba los últimos toques al cocido.

- Mamá ¿qué significa consuelo?
- Lo mismo que alivio.
- ¿Eso es bueno, verdad?
- Muy bueno.

Definitivamente estaba enamorado de Consuelo.
Al día siguiente, en el recreo de la mañana, Jacinto el malo y yo nos estuvimos tirando piedras. Yo recibí una pedrada en el hombro que me dejó un cardenal multicolor. Él no recibió ni una sola. En el recreo de por la tarde tuve más suerte y pude atizarle en una mano y en la frente, aunque no sangró, le quedó un prominente chichón. Yo solo recibí una en la espalda que apenas me dolió. Al terminar las clases decidí esperar a Consuelo un par de calles más abajo. En cuanto sonó la campanilla salí disparado del aula. Mientras esperaba, vigilé que Jacinto no estuviera cerca. Al cabo de unos pocos minutos, Consuelo caminaba hacia donde yo estaba. Está vez tenía que hacerme oír. Al pasar a mi lado la llamé, tímidamente, por su nombre, pero el sonido de mi voz fue tan apagado que ni se enteró. Ella siguió andando. Intenté llamarla de nuevo, pero las palabras se negaban a salir de mi boca. Desilusionado me metí las manos en los bolsillos. Noté que aún me quedaban unas cuantas piedras del recreo. Cogí una y la arrojé contra Consuelo. Le di en una pierna. Se giró para mirarme, sin entender que pasaba. Cuando vio que yo sacaba otra piedra del bolsillo salió corriendo. Me sentí satisfecho, esta vez me había mirado. Por fin se había establecido una conexión entre nosotros. Y había sido tan sencillo que apenas podía creérmelo.
Al día siguiente la esperé escondido en el mismo sitio con los bolsillos llenos de piedras. Si no podía hacer uso de la palabra lo haría de mi buena puntería. Era tan ingenuo que creía que esa era la forma adecuada para que ella se enamorase de mí. Consuelo vino hacia donde yo estaba escondido. Iba mirando a ambos lados de la calle, recelosa de que yo estuviera cerca. Cuando pasó por mi escondite le arrojé una piedra, le di en la espalda. Me reconoció y salió corriendo. Yo me sentí feliz porque me había reconocido, creí que era un gran avance en nuestra relación. La seguí de cerca tirándole piedras. En un momento dado, ella se puso a llorar. Dejé de perseguirla y escapó. Intuí que algo no estaba funcionando como yo esperaba. Aun así, decidí que al día siguiente seguiría haciendo uso de mi puntería, al menos hasta que se me ocurriese algo mejor. No comprendía que tirarle piedras a una chica era lo menos adecuado para conquistar su corazón. Supongo que yo consideraba que si las pedradas habían servido para afianzar la relación que manteníamos Jacinto y yo, por qué no iba a servir para iniciar una con Consuelo. Al día siguiente la esperé oculto en un portal al final de la calle. Sabía que ella estaría a alerta, mejor que se confiase y justo cuando creyese que lo había conseguido, darle la sorpresa. No me di cuenta que Jacinto me había seguido y que estaba al tanto de mis movimientos. Al poco llegó Consuelo, se paró al principio de la calle y estuvo unos minutos mirando desde allí. Parecía una gacela indefensa que intuyese que al otro lado del matorral hay un depredador acechándola. La pobre no se atrevía a coger ese camino, pero era el único. Por fin dio un paso y vacilante se encaminó hacia el portal donde yo estaba escondido. El corazón estuvo a punto de salírseme del pecho por la emoción, cogí aire y apreté con fuerza la piedra que ya tenía preparada en la mano. Justo cuando la iba a arrojar, ví cómo Jacinto salía de su escondite y lanzaba una piedra contra Consuelo. Le dió en la frente. A consecuencia del impacto los libros se le cayeron al suelo y un fino hilo de sangre surgió de entre la carne abierta. Consuelo rompió a llorar. Y yo como un estúpido, no supe reaccionar de otra forma que dándole otra pedrada, junto a la oreja. Consuelo cayó al suelo, cubriéndose la cabeza con las manos y gritando aterrorizada. Quise acercarme a ella, darle un beso y decirle que la quería, pero en vez de eso salí huyendo junto a Jacinto.

Al día siguiente, cuando estábamos en mitad de la clase, la puerta se abrió y ví entrar a Consuelo. Llevaba un vendaje en la cabeza. Casi me pongo en pie de la alegría. Como solo tenía ojos para ella, no me di cuenta de que detrás de ella venían el director del colegio y un señor con cara de pocos amigos. Consuelo nos señaló a Jacinto y a mí.

- Ustedes dos, síganme hasta mi despacho. - ordenó el director.
En el despacho del director Consuelo relató cómo la habíamos atacado sin ningún motivo. Yo no hacía caso de sus acusaciones, el sonido dulce de su voz me tenía tan embriagado que no podía pensar en nada. Hasta que intervino el señor con cara de pocos amigos:

- Estos lo que necesitan es mano dura.

Era el padre de Consuelo. El director quiso darnos una lección para demostrarle al padre de Consuelo que en ese colegio lo que sobraba era mano dura. Cogió una regla grande de madera y nos ordenó poner los dedos de las manos hacia arriba y con las puntas pegadas. Nos golpeó diez veces a cada uno, cinco golpes en cada mano. Lo hizo con saña. Ninguno de los dos apartó en ningún momento la mano y recibimos todos los golpes estoicamente, sin rechistar. Según recibía los míos, miré de reojo a Consuelo y ví que estaba sonriendo. Su sonrisa me desgarró por dentro. En ese momento dejé de estar enamorado de ella. Al salir del despacho del director, el padre de Consuelo nos arrinconó contra la pared y nos dijo:

- Si volvéis a mirar a mi hija os destripo vivos.

Lo decía en serio. Pero yo sabía que nunca más me acercaría a ella y no hice caso de las amenazas. Antes de entrar en clase, Jacinto y yo, nos acercamos a los lavabos y metimos las manos en agua fría. A mí, me dolía más el corazón que la punta de los dedos.

viernes, 9 de octubre de 2009

LA BRUJA LIBORIA

La señora Liboria era una anciana que los sábados por la mañana se dedicaba a ir de casa en casa pidiendo limosna. Ella vivía sola en una casa de una planta, echa con adobe y piedras. No tenía electricidad ni agua corriente, tampoco cuarto de baño. A la entrada de la casa había un poyo hecho con piedras planas flanqueado por una gran vid que había ido creciendo salvaje, formando en la entrada de la casa una arcada vegetal que daba sombra y sosiego cuando la anciana se sentaba a ver pasar las horas. La casa estaba un poco apartada del pueblo, a unos trescientos metros de nuestro barrio y no era raro que nos acercásemos por allí. Ella nos daba higos secos y nueces, la mayoría con gusano. Mi hermana Pili se llevaba especialmente bien con ella y sentadas bajo la parra pasaban horas hablando. Nosotros, es decir, José, Jesús y yo nos manteníamos un poco al margen de aquella extraña amistad. Quizá porque nuestras conciencias nos daban un repaso por las gamberradas nocturnas a las que sometíamos a la anciana. Sabíamos que la señora Liboria no tenía ni idea de que nosotros éramos los responsables de sus males ya que cuando actuábamos lo hacíamos protegidos por la oscuridad de la noche. Esas noches de verano, cuando nuestros padres sacaban las sillas a la calle para tomar el fresco y charlar con los vecinos, nosotros tres nos acercábamos a la casa de la señora Liboria y lanzábamos piedras contra su tejado. La pobre anciana salía a la calle asustada, sosteniendo en alto un candil y vestida con un camisón blanco que le daba un aspecto fantasmagórico, realzado por su larga melena de pelo encanecido y salvaje (por el día se lo recogía en un moño). Era la típica imagen de bruja de cuento, quizá por eso, tirábamos piedras sobre su tejado, o simplemente, porque éramos unos críos inconscientes y no teníamos otra cosa que hacer para divertirnos. Normalmente nos conformábamos con tirar unas cuantas piedras y esperar a que la anciana saliera. Cuando la veíamos iluminada por el candil le escupíamos unos cuantos insultos y salíamos pitando de allí. Unas pocas noches, fuimos más allá y cruzamos el límite. Una en concreto, atamos un alambre a la altura de los tobillos, entre la parra y el poyo de piedra. Tiramos piedras contra su puerta y tejado y esperamos impacientes a que la señora Liboria, o mejor dicho, la bruja Liboria, que es como nosotros la llamábamos, saliera a la puerta. Al poco lo hizo precedida por el candil. Al asomarse tropezó con el alambre y cayó al suelo. Aún tengo una imagen clara de aquel momento. Lo recuerdo a cámara lenta. Su larga melena blanca elevándose según se precipitaba al suelo. Se dio un buen golpe, tuvo suerte de no romperse nada. Nosotros nos reímos a carcajadas. Dijo que nos iba a denunciar a la guardia civil y la llamábamos: “bruja asquerosa”. Recogió el candil, que aun estaba encendido y cojeando se dirigió camino del cuartel viejo. Nosotros la seguíamos a una distancia de unos pocos metros tirándole pequeñas piedras y burlándonos de sus amenazas. Si bien me divertía con aquellas gamberradas no podía evitar sentir pena por la anciana, más que nada, por esa amistad que mantenía con mi hermana y también por los higos secos y las nueces que nos daba, aunque la mayoría tuvieran gusano. Yo trataba de separar la imagen que tenía de ella por el día, cuando iba completamente vestida y con el pelo recogido en un moño, obsequiándonos con higos y nueces, y esa otra imagen de bruja con la cabellera suelta y vestida únicamente con un camisón blanco, cual espectro de la noche. Una anciana que nos hablaba dulcemente por el día y por la noche una bruja que nos lanzaba sus peores maldiciones. Dos personas completamente diferentes. Pero yo sabía que eran la misma persona, solo que nosotros, con nuestras pedradas e insultos habíamos sacado lo peor que había en ella. Ella únicamente se defendía de nosotros, la pobre señora no tenía alternativa. Cerca del cuartel nos escondimos detrás de una tapia. Desde allí vimos como Liboria entró en el edificio. No debieron hacerle mucho caso porque a los pocos minutos salió dando gritos e insultando a todo el que llevaba uniforme. Resignada regresó por donde había venido. Nosotros, con nuestros egos hinchados por su impotencia, la acompañamos de vuelta a su casa, tarareándole toda la retahíla de insultos que habíamos aprendido. Durante todo en camino anduvo cojeando, con la cabeza baja y sin hacer caso de nuestras burlas. Llegó a casa, soltó la trampa de alambre, entró y cerró la puerta. Por muchas piedras que tiramos contra su puerta y tejado, esa noche no volvió a salir. Días después, a mi hermana y a mí nos sorprendió una tormenta de verano. Llovía a mares y de regreso a nuestra casa pasamos por delante de la casa de la señora Liboria, en ese momento ella se asomó a la calle para vaciar una palangana de agua y nos invito a entrar para refugiarnos de la lluvia. Mi hermana no se lo pensó y aceptó la invitación de seguido. Según se entraba en la casa se accedía directamente al salón. Calderos, vasos, sartenes, cubos, palanganas, estaban distribuidos por el suelo y encima de los muebles. Tuvimos que tener cuidado de no tropezar con ninguno de ellos. Estaban allí por un motivo, las goteras. El techo de la casa era un verdadero colador. Dentro de la casa caía casi tanta agua como en la calle. El techo y las paredes tenían grandes ronchones de humedad y el ruido del agua al caer sobre los recipientes creaba una especie de sinfonía improvisada. Liboria colocó la palangana que acababa de vaciar debajo de una de las goteras añadiendo una nota más al concierto acuático.

- Esos sinvergüenzas me tienen el tejado destrozado. Cualquier día me moriré de una pulmonía. Y todo por culpa de esos pequeños diablos.- dijo resignada mientras salía del salón.

Me sentí aludido. Gran parte de los desperfectos del tejado eran por mi culpa, pero nunca hasta entonces me había parado a pensar en las consecuencias de mis gamberradas. La señora Liboria entró con un plato de higos secos y nos ofreció unos pocos. Mi hermana cogió un par, yo no. Estaba demasiado avergonzado como para tener hambre. Avergonzado conmigo mismo y con mis amigos, por ser tan cretinos y por obligar a una pobre anciana a vivir en esas condiciones. Desde ese día dejamos de tirarle piedras.

martes, 6 de octubre de 2009

LOBOS

Nos llegó la noticia que la noche anterior una manada de lobos habían atacado el rebaño de ovejas de Julián “El Corto”. Sus tierras estaban a unos tres kilómetros del pueblo. José, Jesús y yo decidimos que después del colegio nos acercaríamos a echar un ojo por allí. Nos despedimos y nos fuimos a nuestras casas a comer. Yo estaba impaciente de qué llegasen las cinco de la tarde y poder ir a investigar el ataque de los lobos. Lamentablemente había alubias para comer. Yo no soportaba las alubias y me negué a comer. Y mi madre me castigó. A la salida del colegio tendría que venir directo a casa. Protesté y refunfuñé, hice todo lo que estaba en mi mano (menos comerme las alubias) para convencer a mi madre de que me levantase el castigo. Al final accedió, siempre y cuando me llevase a mi hermana conmigo.

- Pero mamá… Corre muy poco. Mis amigos se quejan y no quieren jugar conmigo. - protesté yo.
- O te llevas a tu hermana o según salgas del colegio te vienes directo a casa. Tú eliges. - sentenció mi madre.
- Yo a tu rabo, Pepito. - dijo mi hermana.

“Yo a tu rabo” Era una frase hecha de la que mi hermana se había adueñado y que utilizaba para expresar que ella me seguiría allá donde yo fuese. En fin, no me quedo otro remedio que consentir. Ya en el colegio, durante la clase de matemáticas estuve pensando en el tema y llegué a la firme conclusión de que mi hermana no podía acompañarnos. ¿Y si nos encontrábamos con los lobos? Era demasiado peligroso. Durante la clase de sociales pensé en como librarnos de ella. A las cinco en punto de la tarde sonó la campanilla y salimos a la calle. Libres por fin. Me reuní con José y Jesús y nos acercamos hasta casa para recoger a mi hermana. Después nos alejamos del pueblo camino de las tierras de Julián El Corto. Para entonces ya tenía un plan en la cabeza y lo puse en práctica.

- Habrá que tener mucho cuidado. - dije intentando despertar la curiosidad de mi hermana.
- ¿A dónde vamos? – se interesó ella.
- A cazar lobos. – añadí guiñándoles un ojo a mis amigos para indicarles que me siguieran la corriente.
- ¿Lobos? ¿Qué lobos? – preguntó mi hermana con cara de preocupación.
- Unos que anoche atacaron el rebaño de Julián El Corto. – intervino Jesús.
- ¿Es verdad eso, Pepito?
- Sí. Pero no te preocupes, si nos ATACAN yo te defenderé.- respondí haciendo hincapié en la palabra “atacan”.
- A lo mejor tendríamos que ir a otro sitio. – añadió mi hermana intentando inculcarnos un poco de sensatez.
- Si no quieres venir, te podemos subir a un árbol y nos esperas ahí. No vamos a tardar.- le sugerí inocentemente.
- ¿Y por qué me tenéis que subir a un árbol?
- Porque ahí no te pueden atrapar los lobos. –dijo Jesús muy acertadamente.
- Tengo vértigo.
- Pues no mires abajo. – le aconsejó José.
- Es que subirme los árboles me da miedo. Ya lo sabéis.
- ¿Qué te da más miedo, subirte a los árboles o los lobos asesinos?- le pregunté agarrándola de la mano y mirándola fijamente a los ojos.

Dejamos a mi hermana subida en una encina y seguimos caminando hacia las tierras de Julián el Corto. Por el camino nos armamos con unos palos. Tanta pasión en meterle miedo a mi hermana había conseguido el mismo efecto en nosotros mismos. Llegamos a las inmediaciones de los terrenos de Julián. Según nos fuimos acercando pudimos distinguir grandes manchones rojos diseminados por el prado. Saltamos el muro que lo circundaba. Las ovejas que pastaban por allí se alejaron en grupo hasta la parte más alejada del muro. Aún estaban nerviosas por lo que habían vivido la noche anterior. Nos acercamos al manchón rojo que estaba más cerca. Dentro del ronchón quedaban pequeños trozos de carne, restos de vísceras y lana ensangrentada. Contamos ocho ronchones. Evidentemente, los lobos se habían dado un festín. No recuerdo quien de nosotros fue el primero en notar la siniestra sensación de que nos estaban vigilando, pero acabamos convenciéndonos de que los lobos estaban escondidos por los alrededores, acechándonos. José, que siempre fue el más miedica de los tres, echó a correr como alma que lleva el diablo. Jesús y yo nos miramos sin decir palabra y después nos unimos a la huida… Cuando llegué a casa mi madre me preguntó por mi hermana. No me había vuelto a acordar de ella. Supuse que seguiría subida en la encina.

- Se ha quedado jugando por ahí. – mentí.
- Pues vete a buscarla para que te ayude a poner la mesa y podamos cenar.
- Vale.

Salí corriendo a la calle. No paré de correr hasta que llegué a los pies de la encina. Mi hermana estaba en la misma rama que la dejamos, llorando a moco tendido. Tenía los ojos hinchados de haber derramado lágrimas durante horas. Me dio mucha pena verla así, tan preocupada, tan indefensa, tan inocente, tan…

- Creía que los lobos te habían comido. – consiguió decir entre sollozo y sollozo.
- No te preocupes, estoy bien.

La ayudé a bajar del árbol y traté de calmarla. Después regresamos a casa cogidos de la mano.

lunes, 5 de octubre de 2009

DESPEDIDA A MEDIAS DE JOSÉ ÁNGEL BARRUECO

Detesto las despedidas. Dejan un poso de amargura, un sabor agridulce, que no conviene a nuestros paladares. De hecho, no deberíamos despedirnos nunca. De nadie. Ni siquiera de nuestros muertos: los míos, los que dejé atrás, los que se fueron, aún me visitan en mis sueños. De este periódico, donde tantos nos hemos forjado escribiendo, y que a tantos nos ha acogido, guardo en la memoria los adioses escritos de quienes dejaron su puesto, por unas u otras causas. Quizá el más emotivo, o el que yo recuerdo con más afecto, fuese el de mi antiguo director, Francisco García, en su diana titulada “Hasta siempre”. En aquel texto minimalista, como todos los suyos, escribía: “Llegó la hora del cambio de destino, que nunca se augura pero siempre llega, de la llamada a nuevas metas y horizontes; la hora del adiós que es hasta pronto o hasta siempre”. Es conveniente que no olvidemos esas palabras: “Nunca se augura pero siempre llega”. Paco apostó por mí hace ya casi diez años. Primero, como columnista semanal. Luego, diario. Creo que a él se lo debo todo; para mí supuso aliento, soporte y auxilio en los momentos bajos. Desde entonces hasta ahora, en que el camino se termina, he escrito para este periódico algo más de 3.100 artículos. Esa cifra es mi medalla, y por supuesto también lo es el apoyo de los familiares, los amigos, los compañeros de oficio y los lectores, tanto los compinches como los enemigos. La gente que me aguantó y la que no. Incluso las personas más cercanas a mi círculo me dieron alguna vez un tirón de orejas, seguramente merecido porque soy humano.
Estamos en tiempos de crisis. En tiempos oscuros. De recortes, despidos y cambios de rumbo. Hay nubarrones sobre nosotros y aún queda por llegar lo peor, la tempestad. Una vez me dijo un colega, cuando estudiábamos juntos en la universidad: “Estamos abocados al fracaso”. No se me han olvidado esas palabras, pero hoy se hacen extensibles al país. España está abocada al fracaso. Decía un personaje de “The Dark Knight”: “La noche es más oscura justo antes del amanecer. Os lo prometo, no tardará en amanecer”. Veremos. Porque a mi alrededor sólo veo gente que cae a la lona. Lo importante es que siempre nos quedan fuerzas para incorporarnos. Dicen que, cuando una puerta se abre, otra se cierra. A Zamora le restan aún energías. Es una ciudad que ha soportado de todo. Lean con atención estas palabras: “No, Zamora no se ha perdido en una hora. Pero sí se ha perdido en años y más años de cercos, de olvidos de sus posibilidades, de murallas de silencio para sus necesidades, de portillos por donde se han traicionado sus bienes y haciendas más comunes y por donde ha ido exportándose la flor de sus habitantes”. No son recientes. Las escribió el poeta zamorano Justo Alejo en el 77. Y, hoy, el cuento es el mismo.
Dije al principio que detesto las despedidas, y de ahí el título de este último artículo diario. Seguiré apareciendo por aquí, si nada lo impide, cada domingo, junto a la tribu de colaboradores dominicales. Con el texto de hoy se cierra una etapa. Casi diez años en los que he visto (con pesar) cómo algunos columnistas se iban. Una etapa plena, sin embargo. De aprendizaje. De forja en la escritura, igual que si uno asistiese con puntualidad a un gimnasio para fortalecer sus músculos. Y coincide con la reedición de mi primer libro: una década después. Como si en estos años hubiera trazado un círculo que ahora se cierra y completa. Amigos, les espero a la vuelta de la esquina, dándole a la tecla, y me despido con una cita de J.D. Salinger: “No cuenten nada a nadie. Si lo hacen, empezarán a echar de menos a todo el mundo”.

ESTE MES EN LAS LIBRERÍAS LOS NUEVOS LIBROS DE DAVID GONZÁLEZ Y JOSÉ ÁNGEL BARRUECO




domingo, 4 de octubre de 2009

Nº6 DE LA REVISTA CULTURAL AGITADORAS

Agitadoras. Este mes de junio nuestra nómina de autores es la siguiente:
Lalo Borja, Isabel Huete, Marina P. de Cabo, Care Santos, Albert Herranz, Jaime Muñoz Vargas, Juan Planas, Pepe Pereza, Tito Expósito, Silvia Sánchez, Jenn Díaz, Jesús Zomeño, Mariano Schuster, Juana Cortés, José Blanco, Javier Vázquez Losada, Paco Piquer, Holly, Inés Matute, Ángela Mallén, Adán Echeverría, Jesús Aller, Il Gatopando, David Torres, Luis García, Silvia Gelices, Luis Amézaga, José Ángel Barrueco, Vicente Luis Mora, Jordi Macarulla, Pedro Pruneda, Ana Márquez, Victoria Salvador, Joaquín Lloréns, Ángela Armero, Xisco Fuster, Jan Hamminga.

MOHAMED CHUKRI & ALBERT COSSERY


Gracias a los consejos de mi amigo José Ángel Barrueco he podido ir consiguiendo por la red los ejemplares de dos escritores geniales: Mohamed Chukri y Albert Cossery.

Mohammed Chukri (en árabe, محمد شكري), transcripción más conocida en castellano, y en ocasiones Šukrī, Choukri o Shukri, fue un escritor marroquí nacido en 1935 en Beni Chiker, un pueblo cerca de Nador, en la region del Rif, y muerto en Rabat en 2003.
En 1945 su padre deserta del ejército español y se traslada con toda su familia a Tánger. Allí Mohammed aprende español y se gana la vida haciendo de guía a los marineros que llegan a la ciudad. Fue educado en una familia pobre; la violencia de su padre le obliga a huir y vivir en las calles de Tánger, subsistiendo en medio de la miseria, la violencia, la prostitución y las drogas. Con veinte años, encarcelado, aprende a leer y escribir, tras lo cual marcha a estudiar a Larache.
En los años 60 vuelve a Tánger, donde fijará su residencia de forma permanente. Comienza a publicar sus obras en 1966: en Al-Adab, mensual de Beirut, su novela Al-Unf ala al-shati (Violencia sobre la playa).
Sus mayores obras son la trilogía autobiográfica que empieza con Al-jubz al-hafi (El pan desnudo), sigue con Zaman al-Ajta (Tiempo de errores), y finalmente Rostros, amores, maldiciones (edición en español del 2002). Escribió también novelas en los años 60 y 70 (Maynun al-Ward (El loco de las rosas), 1980 ; Al-jayma (La tienda), 1985). Escribió asimismo sus memorias sobre sus encuentros con los escritores Paul Bowles, Jean Genet y Tennessee Williams (Jean Genet y Tennessee Williams en Tánger, 1992, Jean Genet en Tánger, 1993, Jean Genet, continuación y fin, 1996, Paul Bowles, el recluso de Tánger, 1997). Ha traducido al árabe poemas de Bécquer, los Machado, Vicente Aleixandre, Lorca, Labordeta, Susana March...
Murió de cáncer el 15 de noviembre en 2003, en el hospital militar de Rabat. Fue enterrado en el cementerio Marshan de Tánger el 17 de noviembre con la presencia del ministro de Cultura de Marruecos, altos funcionarios, personalidades del mundo de la cultura y de un representante del palacio real. Antes de morir creó una fundación con su nombre, que posee sus derechos de autor y conserva sus manuscritos. Chukri dejó en testamento una pensión vitalicia a Fathia, su ayudante doméstica, que lo acompañó durante más de veinte años.

Albert Cossery (El Cairo, 3 de noviembre de 1913 - París, 22 de junio de 2008) fue un escritor francófono de origen egipcio. Nació en El Cairo en 1913, hijo de una mujer analfabeta y de un rentista que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo el periódico, lo que hizo que desde pequeño quedara fascinado por la capacidad de no hacer nada; decía que escribía dos frases por semana. Viajó por primera vez a París en 1930, con diecisiete años. Entre 1939 y 1945 trabajó como segundo de a bordo en un mercante egipcio. Al acabar la guerra se instaló en París, en una habitación de hotel en la que viviría el resto de su vida. fue amigo de Albert Camus, Lawrence Durrell, Henry Miller, Jean Genet, Juliette Gréco, Alberto Giacometti o Boris Vian. Murió en París con noventa y cuatro años.
OBRA:
Los hombres olvidados de Dios, 1936.
La casa de la muerte segura, 1942.
Los holgazanes en el valle fecundo, 1948.
La violencia y la burla, 1964.
Un complot de saltimbanquis, 1975.
Una ambición en el desierto, 1984.
Mendigos y orgullosos, 1998.
Los colores de la infamia, 1999.

Si podéis haceros con sus libros no lo dudéis. Os garantizo una experiencia única.
(información sacada de la Wipipedia)








viernes, 2 de octubre de 2009

EL GALLO DE JESÚS

Aquel gallo me tenía atemorizado. Era muy agresivo y nada más verme me atacaba violentamente. El gallo era de Alegría, la madre de Jesús, mi mejor amigo. Siempre que le iba a buscar a su casa, terminábamos en el patio de atrás, donde estaba suelto el gallo, junto a su harén de gallinas. El bicho no solo me atacaba a mí, también a Jesús, pero él le tenía cogido el punto y en cuanto se le acercaba con malas intenciones le daba una patada y lo mandaba volando al otro extremo de patio. Yo no me atrevía a darle patadas, de hecho, el miedo que le tenía me paralizaba y no podía ni defenderme. El gallo de alguna forma sabía de mis temores y se aprovechaba atacándome de continuo. Yo me venía abajo y muerto de miedo suplicaba a Jesús que nos fuéramos de allí. Jesús se reía de mí y eso me avergonzaba y deprimía. Con cuatro años le tenía miedo a los cabezudos, yo sabía que eran máscaras de cartón con hombres debajo, pero aun así me asustaban. Lo mismo me pasaba con el gallo, le tenía miedo y no podía hacer nada para remediarlo. Ese miedo fue formando una barrera entre mi amigo y yo. Empecé a faltar a nuestras citas, sobre todo cuando quedábamos en su casa. En vez de eso, me iba jugar con mi primo Mariano. Al cabo de un tiempo, Jesús empezó a sentirse abandonado y me lo hizo saber a base de pequeños desplantes cuando coincidíamos en el barrio. Yo sabía que si continuaba así perdería para siempre a mi amigo. Y todo por culpa del gallo. El maldito gallo estaba acabando con nuestra amistad. Tenía que hacerle frente de una vez por todas. Jesús era mi mejor amigo y merecía la pena luchar para recuperar su amistad. Me fui hasta su casa decidido a arreglar las cosas. Llamé a la puerta. Abrió Alegría, su madre.

- ¡Hombre, Pepito! Cuánto tiempo sin verte por aquí.
- Hola… ¿Está Jesús?
- Sí, por ahí anda. Pasa y búscalo en su habitación.

Me alegré de que no estuviese en el patio de atrás, donde tenían al gallo. Entré en el dormitorio de mi amigo sin llamar. Jesús estaba jugando con un caballo de plástico.

- Hola…
- Hola… - respondió él sin levantar la vista del juguete.
- Quiero que sepas que….
- Nos lo comimos anteayer – se apresuró a decir sin dejarme terminar la frase.
- ¿Qué?
- El gallo. Que anteayer nos lo comimos con arroz.
- ¿Os lo comisteis?
- Atacaba a todo el mundo y mi madre se hartó de aguantarle…

Estuve a punto de echarme a llorar. No sabía si de alegría por la desaparición del gallo o porque intuía que mi amigo me había perdonado.