miércoles, 10 de abril de 2013

LIMPIABOTAS; EL BETÚN DE LA DIGNIDAD – TOÑO MORALA


Elías era el nombre de un niño que con siete años trabajaba por las tardes de limpiabotas; por la mañana su abuela lo mandaba a la escuela. La caja de betunes, cepillos y trapos para el lustre era más grande que él. De esa manera ayudaba con las cuatro perronas al sustento de la casa. Así podríamos nombrar a miles de niños que en aquella época de posguerra y hambruna, trabajaban duro, muy duro para sobrevivir. Entre esos oficios manuales, el de limpiabotas tenía sus pros y contras. Los pros eran la poca inversión en la caja y demás útiles (cepillos, betún, trapos y anilina), los contras era el trabajar en la calle, la mirada de los demás por encima del hombro…y la tristeza de la necesidad. Los adultos trabajaban de otra manera; tenían más paciencia para aguantar las bromas y comentarios.  Para ser un limpiabotas de éxito se necesita educación, limpieza y gusto por el trabajo bien hecho. Manuel sólo quedaba satisfecho cuando los zapatos relucían. Manuel se autodenominaba como “el rey del brillo”. Por tres pesetas dedicaba unos cuantos minutos a limpiar, proteger y dar brillo al calzado de los demás. El resultado final no es lo único que destacaba; llamaba la atención por la pulcritud de su ropa y las buenas maneras. Los ojos eran tímidos y valientes pero, sobre todo, dignos. Antes era fresador hasta que un accidente de coche le dejó secuelas en una pierna. "Parar es morir. Había que seguir con un trabajo más leve". Aunque no había limpiado nunca un zapato, Manuel, exigente y perfeccionista, supo que podía aprender a ser el mejor.  "El limpiabotas habla con todo el mundo: desde mendigos a millonarios. Conocí de todo y eso es muy bonito". Tal vez por eso hay hasta ilustres que bajan del coche sólo para que Manuel dedicase unos minutos a repasarles los zapatos. Y así, pasaba un tiempo poco recordado de duro trabajo y pocas sonrisas.
La anécdota del limpiabotas y la Bolsa tiene varias versiones. Unas la atribuyen a Joe Kennedy, el millonario padre del presidente asesinado, y otras, a J. D. Rockefeller. Ambas se sitúan justo antes del Crack de 1929. En algunos casos el limpiabotas da consejos bursátiles y en otros, los pide, pero el final es el mismo: el millonario decide que “cuando los limpiabotas invierten en la Bolsa es el momento de sacar de ella todo el dinero”. Albert Lexie ha protagonizado una de esas historias que llegan al corazón. Este limpiabotas de Pittsburgh (Pensilvania, EEUU) ha guardado durante 32 años las propinas que ha recibido de los clientes para donárselas a los niños del Hospital Infantil de su ciudad. En total, 200.000 dólares destinados a los niños más necesitados. Lexie cobra por servicio cinco dólares, pero algunos clientes son bastante generosos con la propina. "La mayoría me dan seis dólares; otros siete", explica a Channel Action News. Desde 1981, cuando comenzó a trabajar en el hospital como limpiabotas, cada céntimo de esa propina lo guarda para los niños. Centavo a centavo, Lexie ha donado cientos de dólares a la semana a este hospital. "Lo hace porque adora a los niños", asegura el doctor Joseph Carcillo. "Ha donado un tercio del salario de toda su vida para una fundación infantil del Hospital", añade. El dinero está destinado a pagar el tratamiento de niños cuyos padres no pueden pagar su coste. "Es un filántropo, un emprendedor, eso es lo que es". Gente como esta es la que hace falta en el mundo. Esa humanidad del hombre sencillo y humilde, ese saber dar lecciones magníficas de solidaridad ganando muy poco y siendo muy solidario con sus iguales, y además un simple y llano limpiabotas, casi nada.
Otros grandes  humildes limpiabotas se lanzaron a la lectura y la filosofía… “Un día pensé: tengo que tener una opinión, puesto que me la piden. Entonces, empecé a leer.”
 Pedro se  levanta cada mañana temprano, camina bajo la noche y el frío atravesando la ciudad. Ya en el autobús,  saca un libro y se pone a leer. Hoy es “La consolación de la filosofía”. Llega a la estación del norte, y con paso cansino entra, pero no lleva equipaje, porque hoy no viaja, lleva sin hacerlo más de 35 años. Pedro es el limpiabotas de la estación. Quizás el último limpiabotas de la provincia; él no lo sabe. De sus manos manchadas de betún han vivido él, su mujer y sus tres hijos. Pedro ya es mayor, y cada vez tiene menos trabajo, pero se lo toma con filosofía, como ha hecho toda su vida, porque Pedro, ha pasado por muchas malas épocas. Una infancia pobre, de reformatorio y de posguerra, durmiendo en los soportales, una juventud quemada de militar, una vuelta dura…una hija encamada, un hijo drogadicto. Pedro se lo toma con filosofía, o más bien se agarra a ella como un clavo ardiendo. Pedro ha sabido conservar la cordura, ha sabido superarlo todo y sacar adelante a una familia. Pedro lleva algo en su interior. Una inquietud que le hace leer todos los libros que caen en sus manos, y ver todas las películas que puede. Tiene una memoria prodigiosa, gracias a la cual, es capaz de reproducir grandes fragmentos de aquello de lo visto y leído con lo que más ha disfrutado. Se sabe el discurso de Marco Antonio, en la película “Julio César” interpretada por Marlon Brando, muchos de los diálogos de James Cagney, o prácticamente todos los de “La Colmena”. Pero el limpiabotas, no sólo los suelta de carrerilla, los interpreta, y puede hacerlo porque los entiende. 
Mientras vuelve a casa, con el menguado  sueldo que deja el cepillo, lleva la mirada honda del que ha buscado y ha encontrado. Buscando por la vida, descubro que 
Martín Luther King también fue limpiabotas...
El verano era la mejor temporada para ellos. “Aunque haya más limpiabotas, hay más clientes. Entre los veraneantes hay muchos que viven solos en hotel, y esos vienen seguros a nosotros. Los que hacen una vida familiar son peores. Las amas de casa, limpiando el calzado de sus maridos, nos hacen una competencia ruinosa”, se quejaba el entrevistado. Los días de toros no había descanso para los 'limpias'. “Hay muchos señores que no conciben asistir a la corrida sin haberse limpiado el calzado y sin fumar un buen habano”. En 1946, los limpiabotas de nuestra ciudad cobraban una peseta con treinta céntimos por lustrar un par de zapatos y dejarlos relucientes como dos soles. Exhibir unos zapatos brillantes, “como los chorros del oro”, era signo de señorío y prestigio. Los trabajadores del pequeño cepillo y el betún que en pocos minutos transformaban unos zapatos polvorientos en espejos, eran en su mayoría conocidos por sobrenombres: “el gomina”, “el chulo”, “el feo…”. Era un trabajo de trapo, cepillo y muñeca. No había mujeres porque las féminas por regla general sólo trabajaban como modistas, costureras, lavanderas, dependientas o en el servicio doméstico. Eran las criadas las que llevaban los zapatos de la casa en la que trabajaban para que el limpiabotas los dejase como nuevos. Y los jefes militares disponían en sus propios domicilios de reposteros o asistentes (soldados en el servicio militar) para toda la familia. Por unos cuantos céntimos, luego 4 o 5 pesetillas (años 60) y más tarde por algún duro (años 70), mantenían un estatus de trabajador por libre. Casi siempre los clientes eran nacionales y los más insistentes eran los nuevos ricos, obsesionados con el brillo de sus 'Yankos'.
Hoy en día con las graves crisis económicas, parece que vuelven a las grandes ciudades los limpiabotas… “¡¡¡limpia…limpia…limpia…!!!”, recorren con su caja y taburete bares y calles en busca de los clientes con zapatos para sacar lustre y unas monedas para la sobrevivencia digna. Es corriente leer en las esquelas los títulos nobiliarios, las graduaciones académicas y los tratamientos protocolarios del más variado pelaje, pero resulta chocante encontrarse en una esquela con la condición de limpiabotas del finado; gran paradoja de la vida, y gran dignidad la de la familia… Me lo imagino con su caja de limpiabotas, dando brillo a las estrellas.

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