lunes, 7 de abril de 2014

CON FLORES A MARÍA

Cuando llegaba el mes de mayo los alumnos teníamos que llevar flores al colegio. Nos obligaban los profesores. Además teníamos que acudir un cuarto de hora antes de lo acostumbrado para rezar a la Virgen. Coger las flores estaba bien y no suponía ningún problema dado que nuestra casa era de las últimas del barrio y el campo estaba al lado. Y por esas fechas todo se llenaba de flores silvestres. Lo que no me gustaba era atravesar todo el pueblo camino del colegio llevando las flores. Al verte, los chavales mayores se reían. Yo siempre procuraba evitar esos encuentros pero era inevitable cruzarte con algún grupo y recibir sus burlas. Como aquel día en concreto. Yo me dirigía al colegio con las dichosas flores. Normalmente mis ramos eran más abultados y surtidos que los que vivían en el interior del pueblo. Lo llevaba con aíre de desprecio, como si me importase un pito. Con el brazo descolgado y las flores mirando hacia el suelo. Que se notase que me obligaban a acarrear con ello. Entonces me crucé con aquellos tres chavales mayores. Me sacaban un palmo. Me rodearon y empezaron a empujarme. Uno de ellos, el más corpulento, me quitó el ramo y me golpeó con él en la cabeza. Algunas flores cayeron al suelo. Intenté recuperarlo pero terminé en el suelo de un empujón. Me levanté y me lancé contra el tipo que me había empujado, pero me aprisionó por el cuello y con un giro de su brazo me mando de nuevo al suelo. Hice amago de levantarme.

-        Chaval, no me obligues a pisarte la cabeza.

Supe que lo decía en serio y decidí quedarme donde estaba.

-        ¡Por favor! Devuélvemelo… lo tengo que llevar al colegio.

Los tres jóvenes se rieron de mí imitando el tono suplicante de mi voz. El corpulento, en un acto vil, arrojó el ramo al tejado de una casa próxima. Recibí algunos insultos más y se fueron. Me puse en pie y pude ver el ramo sobre las tejas. Pensé en la forma de recuperarlo pero no se me ocurrió ninguna. Recogí las pocas flores que estaban diseminadas por el suelo y traté de confeccionar un ramillete. Estaban tan deterioradas y eran tan pocas que no valía la pena.
A la entrada del colegio me fijé en que todos llevaban su ramo. Todos menos yo. Antes de entrar en las aulas era costumbre que alumnos y profesores nos reuniésemos en un ensanche del pasillo central. Allí habían montado un altar que estaba presidido por la imagen de la Virgen María. Frente a ella teníamos que cantar “Con flores a María” y luego, en rigurosa fila de a uno, le íbamos haciendo entrega de las flores. Yo intenté ocultarme entre los demás alumnos, pero el director del colegio no tardó en fijarse en mí.

-        ¿Y sus flores?

Le conté lo que me había pasado.

-        Eso no es excusa… Durante las clases usted se quedará aquí, pidiéndole perdón a la Santa Madre.

Terminada la ceremonia el alumnado entró en las aulas. Me quedé solo. Me apoyé en la pared resignado a pasar la tarde allí. Era raro estar en medio de aquel inmenso pasillo. Siempre lo había visto repleto de gente. Estar allí, me producía una sensación de desnudez que me ponía nervioso. Para distraerme de aquellos sentimientos me puse a mirar a través de los ventanales. Abajo en la calle vi pasar a un cazador rodeado de sus galgos. En la mano derecha sujetaba una escopeta, con la izquierda arrastraba lo que en un principio pensé que eran dos cuerdas, luego me fijé que eran culebras muertas. Largas y repugnantes, como en mis pesadillas. En ese momento el mundo me pareció un lugar extraño habitado por criaturas aun más extrañas.

-        ¿Se puede saber qué hace mirando por la ventana?

Me giré sobresaltado. Era el director.

-        Si lo he dejado aquí es para que le pida perdón a la Virgen… ¿Se lo ha pedido ya?

Negué con la cabeza.

-        Póngase de rodillas inmediatamente y pídaselo con  fervor.

Estuve a punto de preguntarle por el significado de “fervor pero deduje que no era el momento. Obedecí sin rechistar y me arrodillé frente al altar.

-        Me pasaré de vez en cuando por aquí, así que no se le ocurra abandonar este lugar. ¿Me ha entendido?

El director se dirigió a su despacho y desapareció por el fondo del pasillo. Aunque no me sentía culpable intenté pedir perdón a la estatua que tenía enfrente. No me salían las palabras, así que me puse a pensar en mis cosas. El olor de las flores me recordaba los campos próximos a mi casa. Imaginé que cazaba saltamontes y lagartijas, que corría por la dehesa, que nadaba en el río... Después de un rato empezaron a dolerme las rodillas. Miré a ambos lados del pasillo. Como no vi a nadie me puse en pie. Las piernas se me habían dormido. Tuve que frotármelas durante un buen rato para que la sangre volviera a fluir. Me daba miedo de que el director pudiera sorprenderme. En cuanto me sentí mejor volví a postrándome de rodillas. Al cabo de un tiempo, horas de frío, dolor y entumecimientos, vi como un niño salía de una de las aulas portando una campana. Después de que la hiciera sonar el pasillo se llenó de alumnos que salían en tropel de las aulas. Me puse en pie y, casi sin poder andar, salí a la calle. De regreso a casa pasé por delante del tejado donde los chavales habían arrojado mi ramo de flores. Seguía allí, en medio de las tejas. Había algo confuso en la estampa, algo que no sabría explicar, pero que al contemplarlo comprendías qué era. Durante una temporada, cada vez que pasaba por ese sitio, echaba un vistazo al ramo. Día a día las flores se iban marchitando. Hasta que un día desaparecieron.


® pepe pereza

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