domingo, 7 de junio de 2015

AMOR LÍQUIDO EN CARPETAS AMARILLAS - LUIS MIGUEL RABANAL


Amor líquido en carpetas amarillas

Se trata solamente de crear otra voz:
la voz ausente dentro de las cosas.

ROBERTO JUARROZ

El coño de la Bernarda se erizaba los lunes al atardecer con una grandeza digna de admiración, o eso decía el subteniente retirado Urdiales cuando acertaba a enlazar algunas palabras después de aquellos bebedizos de las once y treinta y dos. Ahora bien, lo que no acababan de comprender medianamente los recomponedores de huesos de la zona oeste de la villa de Séliva era que el verdadero coño de la Bernarda gozaba de vida propia, se derretía como cualquier coño de la sin par y gloriosa plazuela de San Ginés pero giraba sobre sí mismo y daba gusto oírle gruñir: ya vale, ya vale, ya vale, que ya vale. Corrían rumores, sin embargo, de que no quedaría mucho tiempo para continuar con semejante paparrucha, tres semanas más a lo sumo y el coño de la Bernarda sería enclaustrado para siempre en un séptimo piso sin ascensor, y sin provecho.

El chico de los recados jactanciosos jamás regresó a la trastienda de su primera vez, no por falta de ganas o de tiempo sino porque Chu F., el sastre del emporio del quinto derecha no le habría dejado pasar más de lo justo, muéstrame antes esas manos sucias, perillán. Nunca fue fácil ni cómodo trabajar con tantas peleas a escondidas del público tasador de telas estampadas porque entre otras razones a considerar sus trifulcas no eran a escondidas y las señoras de R. y Olivares, ambas prepotentes, estúpidas y flojas, se pavoneaban entre risas y bostezos en la calle de atrás de estos asuntos nimios de las sedas rebajadas de Shanghai. Alguien quiso verse morir desterrando de sus ojos la serenidad y el mal aliento pero se quedó sin ganas, atragantado de uvas secas. Alguien como él quiso morirse de otros males medianamente pasajeros y se abrazó a su sombra, como perro guardián bajo el agua helada de la lluvia. El chico de los recados jactanciosos jamás regresó a la trastienda de su primera vez, ay.

La muchacha del segundo, Martita, le preguntó a Montoto, el amigo de los gatos, si no vio algo anormal en la escalera del octavo, la del hombre misterioso del termo, los días en que a ella le había sido imposible personarse ante la presidenta de la comunidad de propietarios San José con las carpetas usurpadas. De todos era sabida la historia escandalosa de corpulencia y desdén de Gerard y de Conrado, pero la de aquel hombre rozaba el murmullo, aunque no el murmullo acostumbrado, se sobreentiende, sino que la depravación y el sinsentido atrás no se quedaban. Una tarde, la tarde más tórrida de aquel mes de julio, se le creyó culpable de pronunciar las palabras precisas, las que no quieren herir, las que quieren herir, las que hieren al cerrarse las puertas con rayitas del cocotero en el cristal nevado. Te odio, Genoveva. Y se sucedieron desgracias como rostros que arden después del amor, y hubo lágrimas azules como goterones de semen depositados cuidadosamente sobre las faldas de la mesa camilla del recibidor de la portería de Alberta, la asustada. Por lo demás, pobrecito el Larkin.

La polla de Serafín no era notable, era muy notable, y eso que el pesar se viste de dama desolada y el amor, en tales casos, se esfuma de repente cuando menos lo esperan los operarios soldadores del turno de las seis, porque no olvidemos que el sopor de las damas es un tórrido cuartel para los abrazos menos necesarios: si tú me das, yo te entrego la decencia y, si me apuras, el enigma. Haría falta contar por los dedos las sensaciones, las conocidas y las menos conocidas, para un desarrollo exacto de cuanto sucedió en el colorista rellano de Heriberto minutos antes de toparse Ariadna con el dueño de la polla. El hilo musical atronaba como de costumbre y en el sofá de cuadros se sucedieron estampas costumbristas del tipo buenos días nos dé Dios. Seguramente que afuera, en la calle oscura, la gente argüía razonamientos bajo la sospecha del temor, y no importaba. Los dos, sumisos hasta el letargo y el ahogo, se cogían de los pelos, se anudaron los brazos y las pelvis en cabriolas contundentes hasta que la morriña les exigió firmeza y les obsequió con dos chupitos de negrura.

Se trataba de cubrir en el mínimo tiempo posible una distancia no menor de mil pasos para caer rendidas en los brazos del sátrapa Lorenzo, el que mejor pensaba en voz alta de Logroño, así como el que mejor besaba sin lengua, no lo vayan a echar en vaso roto ustedes. Dispuestas estábamos las cinco a ser vilmente seducidas por cualquiera que pasase a nuestro lado y pasó él y se nos desgarraron las carnes blandas como si un motorista rubio, ya me entienden. Pasó él y se nos quitó el hipo y el miedo, y a María José se le quitó una gripe aviar que le rondaba desde hacía unas semanas. Allí erguido, el muy presuntuoso, qué bello era sobrevivir con el Loren engatusando al personal desde su ático, haciendo para ti, entre los muslos, unos jeroglíficos incandescentes que mejor omito de la intriga. Vanessa, Tremendina y Carmen Luz no se portaron nada bien cuando decidieron abrirse de piernas en la Calleja del Marqués, o era de los Cuernos, no recuerdo ya, y solucionaron su porvenir de ese modo tan ridículo. En cambio, yo, la resabiada del grupo, me negué a caer en la trampa de aquel hombre. Y también Monique, pero fue solo al principio.

No había escapatoria, la muchacha salió de estampida de su cuarto y la luz de la terraza se confundía con las ganas de hacerle daño a la soledad: anda, otro rasguño de recuerdo, cari. Adentro, en la habitación fantasmagórica, el frío acondicionado no ayudaba en absoluto a recoger del pudor braguitas, pelucas azules y pulseras, ya iba siendo hora de que el tropiezo de anoche se borrara de su bloc de notas con una tinta tremendamente desigual. Los labios de aquella chica extraña, los pezones de aquella chica extraña, los lunares de aquella chica extraña, los brazos abiertos de aquella chica extraña. En su memoria aún se representaban escenas amables de cuando fue feliz, pero feliz sin ceremonias preliminares que lo único que añaden son fracturas del candor y vértigos malsanos. El amor no sabe de sandeces o lo que es lo mismo, bien mirado, el amor es una estupidez y la nostalgia un coño cerrado a cal y canto.



Luis Miguel Rabanal, 2014

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