lunes, 30 de noviembre de 2015

SE RUEGA SILENCIO - EN PRE-VENTA


SE RUEGA SILENCIO - Pepe Pereza
YA EN PRE-VENTA!!! (Mientras dure la pre-venta, por la compra de SE RUEGA SILENCIO, regalamos un ejemplar de ESQUINAS, del mismo autor)


12,95 €


domingo, 29 de noviembre de 2015

SE RUEGA SILENCIO

Portada de PEDRO ESPINOSA

Desconozco si al coleccionista biográfico le atraería una nota que dijese algo así como: Pepe Pereza, escritor español nacido en Guijuelo, Salamanca, y afincado en Logroño. Combinó sus primeros trabajos literarios con labores tan dispares como la de actor, operario en una fábrica de estructuras metálicas y en otra de envasado de refrescos; vendimiador ocasional y temporero navideño travestido de Papá Noel, cristalero… Su obra más importante, hasta hoy desconocida, es la novela autobiográfica Se ruega silencio. En ella, el salmantino sigue haciendo gala de un estilo propio, natural y desaflorado, basado en la ternura hacia sus personajes y con un magnífico sentido de la espontaneidad. Menos aún sé, si esta nota sería del agrado de cualquier lector al que le atraigan géneros literarios como el malditismo o el realismo sucio… pero me da exactamente igual, ellos se lo pierden, porque estamos ante un narrador que pertenece a otro reino más verídico y yo he tenido el privilegio de leerle. 

Gsús Bonilla
En el Valle del Kas a Septiembre de 2015


Si a alguien tengo siempre presente desde hace años al embarcarme en cualquier proyecto literario colectivo, lo mismo en las antologías que he coordinado que en el fanzine que edito, Vinalia Trippers, es al autor de esta novela, Pepe Pereza, para mí uno de los escritores mejor dotados de la narrativa actual española. Su prosa realista y sobria, su incisiva capacidad de análisis (que en ocasiones nos recuerda al mejor Raymond Carver) y el modo en que consigue involucrar al lector en sus textos haciéndole cómplice de sus vivencias, le convierten en un escritor tremendamente cercano, alguien de quien te puedes fiar y al que estás deseando siempre leer y escuchar, porque te identificas con él y habla tu mismo idioma. Y eso, precisamente, es lo que valida y hace trascender a la literatura autobiográfica: lograr que la experiencia personal refleje la colectiva. Lo comprobaréis, estoy seguro, leyendo este libro.

Vicente Muñoz Álvarez



viernes, 27 de noviembre de 2015

AL NORTE DEL DOLOR

Me enfrento a la primera noche sin ti…
Siento miedo. Y dolor. Tanto que no sé cómo describirlo. Creo que no hay palabras para hacerlo. Por mucho que junte la D con la O, le sume una L, otra O y le añada una R jamás conseguiré expresar el cúmulo de padecimientos que soporto. No hay metáforas para el dolor. Tampoco hay centímetro en mis entrañas que no esté sometido a todo un catálogo de ellos ¿Cómo describirlos? Se supone que la palabra “dolor” abarca todos ellos. Lo que puedo hacer es escribirlo con mayúsculas, empaparlo en negrita y que el tamaño de la fuente sea excesivo para que dicha palabra se acerque un poco, muy poco, a la sombra de lo que siento: DOLOR
Deambulo del salón a la cocina, luego salgo al pasillo. Lo recorro cien veces…
Por fin, me atrevo a entrar en el dormitorio. No he cambiado las sábanas porque huelen a ti. Ahora mismo es lo único que conservo: tu olor. Olor y dolor. Un poeta resabiado sabría qué hacer con estas dos palabras. No estoy para poemas. Ahora me toca sufrir y olvidar. Aún es pronto para olvidar. Es triste y descorazonador llegar al punto donde dos personas fundidas en un solo ente tienen que separarse. Romper esa simbiosis. La soldadura que les une en un doloroso desgarramiento de carne y sentimientos. No soporto ver la cama y saber que nunca más te acostarás en ella. Me duele verla así, vacía. Si no fuera tan cobarde me echaría a llorar. Escapo del dormitorio y regreso al salón. Siento deseos de abrirme el pecho y dejar salir el avispero. Quisiera sacarme los ojos para situar el dolor en un punto concreto. La cabeza me va a estallar. Me llevo las manos a las sienes y trato de masajear la zona con la esperanza de que la angustia disminuya. Cierro los ojos y me los froto ejerciendo una leve presión. Eso hace que mil chispas de color surjan de la oscuridad que encierra mis párpados y converjan en un mismo punto. Un punto de luz. Quizás todo radique en eso: encontrar un punto de luz al que dirigirse. No importa lo que tengas que avanzar, ni la oscuridad que te rodea. Lo trascendente es que tienes una meta a la que llegar. Necesito hacer algo. Si no para calmar el dolor, que al menos sirva para acompañarlo. Decido raparme la cabeza. Lo hago en el baño.
Al final mi rostro queda desnudo en la imagen que me devuelve el espejo. Me doy asco por no haber sabido conservarte. Escupo al reflejo. En un arrebato cojo un puñado del pelo cortado. Me lo meto en la boca y lo mastico. Es repugnante pero sigo masticando. Hago por tragar. Por mucho que lo intento no soy capaz de engullir la masa de queratina. Me ayudo con el dedo. Empujo hacia dentro y trago. Termino vomitando en el retrete…
Maldita sea, no hagas más tonterías. Siéntate a ver la tele o ponte a leer. O si no come algo que no sea pelo. Cómo voy a comer si no puedo ni respirar. Lo que sí hago es fumar. Llevo casi tres paquetes. Me escuecen los pulmones. Aun así sigo encendiéndome un cigarro tras otro. Por enésima vez vuelvo al salón. Enciendo la tele. En todos los canales emiten películas de amor. El destino se ríe de mí. La apago. ¿Por qué todo me recuerda a ti? Supongo que es como cuando tienes una herida y todos los golpes que te das son precisamente ahí. Me agobio y salgo al pasillo. Vueltas y más vueltas. Las paredes se me echan encima y siento claustrofobia. Tengo que escapar de aquí. Cojo las llaves del coche y me dispongo a salir. Sé que fuera hace frío. Pero no tengo cojones para entrar de nuevo en el dormitorio, que es donde guardo toda la ropa de abrigo. Prefiero helarme que entrar ahí y ver la cama vacía. Salgo a la calle con un fino jersey y unos vaqueros como única protección. Hace muchísimo frío. Donde más lo noto es en el cráneo recién pelado. Llego al coche y entro. Estoy aterido. Casi no puedo meter la llave en el contacto. Arranco y le doy a la calefacción. El calor tarda en llegar. Mientras tanto me fumo un cigarro, otro más. La ciudad está vacía de tráfico y gente. Tomo la primera calle para luego girar a la derecha y continuar por la siguiente. Me dan ganas de acelerar y estrellarme contra el muro que tengo en frente. Al aproximarme giro a la izquierda y sigo por la avenida principal. Conducir no mejora mi estado de ánimo pero al menos tengo la mente ocupada en algo. Por el retrovisor veo que un coche de la policía se sitúa detrás. Parece que se hubiera materializado ahí mismo. Hago un repaso mental para cerciorarme de que llevo todo en regla. Una alarma se enciende en mi cabeza. Guardo una piedra de hachís en el bolsillo del vaquero. Joder, ya era el peor día de mi vida sin necesidad de terminar en un calabozo para confirmarlo. Afortunadamente el coche me adelanta y coge la rotonda que lo desvía hacia el casco viejo. Yo sigo recto. Llego a las cercanías de basurero municipal. Toda la mierda termina aquí. Sin duda este es mi sitio. Me desvío del camino principal por una vereda sin asfaltar y aparco en una elevación situada frente al vertedero. Apago las luces y dejo el motor al ralentí para que la calefacción siga funcionando. Desde aquí puedo ver a los camiones descargar la inmundicia. Y sobre ellos un cielo negro que no tiene fin. Me lío un porro y me lo fumo observando las estrellas. Sobre todo a las que les da por ser fugaces… El dolor es el mismo aquí que en el salón de casa. Perjudica de igual manera. Comienza a nevar y veo tu cara en cada copo que cae. Cada uno de ellos contiene un gesto tuyo, una instantánea... De pronto el motor se apaga. Me he quedado sin gasolina. Estaba tan ensimismado en mi propia desgracia que no me he fijado que el piloto de aviso estaba en rojo. Otra gota que añadir al vaso. Salgo al frío mortal. Abro el maletero para coger una garrafa de plástico y dirigirme a una gasolinera. Además de la garrafa, tengo la suerte de encontrar un viejo chubasquero que guardo aquí desde hace tiempo. Está roto por algunos sitios y es una mínima protección contra el frío. No obstante me alegro de poder hacer uso de él. Me lo pongo y me siento un poco mejor. Para terminar, debajo del jersey meto las páginas de un periódico que me ayudarán a conservar el calor. Cierro las puertas del coche y me pongo en camino. Calculo que estoy a unos cinco kilómetros de la gasolinera más cercana. Ahora mismo mi punto de luz está en esa gasolinera. Cada vez nieva más. Acelero el paso. Me castañean los dientes y tengo congelada la mano con la que sujeto la garrafa. Cambia el viento y me llega toda la fetidez del estercolero. Los copos de nieve se me quedan adheridos y me duele la cabeza de tanto frío.
Después de hora y media caminando bajo la ventisca llego a la gasolinera. Casi no puedo andar por la hipotermia. Antes de llenar la garrafa en el surtidor, decido entrar en el bar y tomar algo caliente que me devuelva la vida. El local está casi vacío, a excepción del camarero y unos pocos noctámbulos. Me acerco a la barra y pido un café con leche doble, muy caliente. Pongo especial énfasis en el “muy” para que el camarero comprenda que lo quiero hirviendo.
-Mala noche, ¿eh?
-La peor.
Ocupo una de las mesas. Aún estoy helado y tirito. El café está demasiado caliente para beberlo. Mientras espero que se enfríe sigo aferrado al vaso con ambas manos para absorber el calor a través de ellas. Dos tipos que están sentados al fondo suben el tono de sus voces y empiezan a discutir. Me quedo con sus movimientos de mandíbula e intuyo que han tomado algún tipo de anfetamina. El más alto pierde la paciencia y poniéndose en pie grita:
-Céline no era antisemita, entérate.
Aparta la silla de una patada y se dispone a salir. Al pasar a mi lado, algo cae del bolsillo del abrigo que se está poniendo. El tipo sale del local sin percatarse de lo que ha perdido. Es un libro de la Editorial Lumen: -Norte- de Louis-Ferdinand Céline. Un ejemplar que lleva años agotado y que es difícil de conseguir. Además es el único que me falta para completar su trilogía. No lo dudo, lo recojo del suelo y me lo escondo debajo del impermeable. Echo una sutil mirada para ver si alguien me ha visto. Todos están a lo suyo. Solo por este regalo merece la pena la caminata que me he dado hasta aquí, el frío que he pasado y el que me queda por pasar en el viaje de vuelta.
Unos minutos después, el tipo alto regresa al local. Se acerca a su colega y le pregunta por el libro.
-¿Dónde está mi libro?
-Y a mí qué coño me cuentas.
Se pone a buscarlo debajo de la mesa y por los alrededores. Evidentemente no lo encuentra porque lo tengo yo.
-Hace un momento lo tenía y cuando he salido ya no estaba.
-Pues yo no lo tengo.
-¡ME CAGO EN DIOS!
Sigue mirando debajo de las mesas, apartando las sillas sin miramientos. El camarero se ve obligado a poner orden. Discuten y trata de sacarlo del local. El alto no quiere irse sin recuperar lo que es suyo. Pierde los nervios. Hay un conato de pelea entre ambos. Entonces el tipo agarra una botella por el cuello. La revienta contra la barra y con los restos amenaza al camarero. Este retrocede, coge la bandeja de servir las bebidas y se protege con ella a modo de escudo. El alto insiste.
-Devolvedme el puto libro.
No me cabe la menor duda de que va puesto de cristal. Nadie en su sano juicio se comporta así por un libro, aunque sea de culto y esté agotado. Yo permanezco callado, parapetado detrás del vaso de café, observando la escena y preguntándome cómo acabará todo. De pronto el tipo se dirige a mí.
-¿Lo tienes tú?
Me hago el tonto.
-¿El qué?
-El libro, joder.
-No lo tengo
-Mierda… ¿Y dónde está?
No me molesto en contestar porque la última pregunta la hace extensible al resto de concurrencia. Al no obtener respuesta, se planta delante de la puerta del local y lanza un ultimátum.
-Pues hasta que aparezca, os juro por mis muertos que nadie va a salir de aquí.
El camarero amenaza con llamar a la policía. El alto no se acobarda y sigue en sus trece. De pronto, la puerta del local se abre a sus espaldas. El tipo se asusta e instintivamente ataca a la joven que acaba de entrar. Le clava los cristales en la base del cuello, justo por encima de la clavícula. La chica cae sobre su pareja. Ocurre tan deprisa que a todos nos cuesta un momento asimilar lo que está pasando. Aprovechando el desconcierto el agresor huye del local. La mujer herida sangra abundantemente. Su acompañante intenta taponarle la herida con las manos. El camarero se acerca con un paño limpio. Tampoco con eso logran detener la hemorragia. El joven nos grita que llamemos a una ambulancia, que por favor venga un médico. Céline era médico… El camarero corre al teléfono y hace la llamada. Al ver tanta sangre, el estómago se me revuelve y vomito una papilla de pelo y bilis que aún guardaba en las entrañas. No puedo seguir presenciando esto. Suficiente desgracia arrastro ya. Me pongo en pie y rodeando a la pareja salgo de la cafetería. Al abrir la puerta me pringo la mano con una de las salpicaduras de sangre. Pobre chica, me siento culpable. Fuera ha dejado de nevar y no hace tanto frío. Me acerco a los aseos para lavarme, pero antes saco el libro. Abro la cubierta y en la página en blanco que sigue estampo la mano ensangrentada. Un recuerdo indeleble de este viaje mío al fin de la noche. La primera sin ti. La más dolorosa y difícil de superar. Pese a ello, no pienso rendirme. Intentaré encontrar el punto de luz. Hasta que lo haga caminaré a ciegas, como lo he hecho esta primera noche que ya se acaba.

Cuando estoy llenando la garrafa en el surtidor llega la ambulancia. Menos mal. Mientras pago les veo cargar con la chica en la camilla. Parece que han llegado a tiempo. Me alegra. La ambulancia arranca y se incorpora a la carretera. Espero que se recupere. Me giro y en el horizonte veo despuntar el sol. ¿Será ese el punto de luz que estoy buscando? No lo sé. Pero ya que me cae de camino, oriento mis pasos hacía él.

pepe pereza

miércoles, 25 de noviembre de 2015

EL AULLIDO

Mis padres murieron en un accidente. No entraré en detalles. Solo diré que quedé huérfano, mis tíos me acogieron y tuve que trasladarme a aquel bosque. Recuerdo la angustia que arrastraba conmigo en el tren que me llevó hasta allí. El miedo a lo desconocido y ser consciente de que era el principio de una nueva vida. Cuanto más me alejaba de mi ciudad natal, más desprotegido y asustado me sentía. Estaba aterrado. Según avanzaba el tren me dio la impresión de que retrocedíamos en el tiempo. Cada estación que dejábamos atrás era como desandar un par de décadas. Con cada kilómetro recorrido el paisaje iba envejeciendo, y las gentes, aunque no más viejas en edad, si degeneraban en cuanto a época y moda.
Sabía que tenía que apearme en una aldea llamada Peñas de Cameros pero, al llegar a la pequeña estación el letrero rezaba: Penas de Cameros. Pregunté al revisor y me aclaró que el rabito de la “ñ” se había borrado, de ahí mi confusión.
Se suponía que mis tíos estarían esperándome. Sin embargo, nadie acudió a darme la bienvenida. Me adentré en la villa. Era pequeña y las gentes que la habitaban tenían el rostro triste y amargado. No vi a nadie con una sonrisa en la boca. Pensé que deberían olvidarse definitivamente del rabito de la “ñ”. Penas de Cameros se ajustaba perfectamente al ánimo de sus oriundos. No tenía ni idea de dónde vivían mis tíos. Pregunté a una anciana que estaba a la puerta de su casa. Al oír el nombre de mis familiares, la vieja se persignó y se encerró en la vivienda, dejándome con la palabra en la boca. No sabía qué pasaba y aquello me pareció de lo más extraño. Volví a preguntar, esta vez a un hombre que transitaba por allí.
-Chaval, olvídate de esos malnacidos y regresa por dónde has venido.
Esa fue la respuesta que recibí. ¿Malnacidos? ¿A qué se estaba refiriendo? Entonces vi a un cura y me acerqué a él. Me informó de que mis tíos no vivían en el pueblo desde hacía años. Por lo visto, tuvieron problemas con los vecinos y se vieron obligados a mudarse al bosque. Algo relacionado con un intento de violación a una niña de cinco años por parte de mi primo. Me dijo que para llegar hasta ellos tenía que salir del pueblo por un camino que llevaba a las montañas, desviarme a la derecha por el sendero que se adentraba en el bosque y seguirlo hasta dar con la vivienda. El párroco me sugirió que me diese prisa en llegar, no fuera que se echase la noche encima, advirtiéndome, además, de que el lugar era peligroso. Dejé el pueblo atrás y puse rumbo a las montañas. El otoño estaba en las últimas y las temperaturas habían bajado considerablemente. Me abotoné el abrigo y seguí caminando. Al llegar a lo alto de una colina pude ver el bosque extendiéndose a lo largo del paisaje. Tenía un aspecto tenebroso y los sonidos que brotaban de su interior no invitaban a adentrarse en él. Llegué al desvío y tomé el sendero que conducía a una variada frondosidad de ocres y marrones. Me detuve frente a las lindes de la arboleda y sentí un escalofrío. Algo me decía que debía regresar. ¿Regresar? ¿Dónde? Mis tíos eran la única alternativa. Me armé de valor y avancé por la senda. A cada paso, la vegetación iba devorando parte del camino, hasta el punto de reducirlo a una delgada línea no más ancha que mis pies. Me dolían los brazos de cargar con la maleta y cualquier sonido me ponía el vello de punta. Yo era un chico de ciudad y estaba fuera de mi ambiente. El sol empezó a ocultarse. Aceleré mis pasos.
De pronto la vegetación se abrió a una zona despejada de árboles. En medio estaba situada la propiedad de mis tíos. Pude ver los corrales con las ovejas, el establo y la vivienda, hecha de adobe y madera. Esa va a ser mi casa de ahora en adelante, me dije.  Rodeé la verja y entré. Pasé por delante de la morada pero no vi a nadie. Llamé a la puerta. No abrieron. Entonces me pareció escuchar voces que venían de la cuadra. Dejé la maleta frente a la entrada y me dirigí al establo. Según me acercaba escuché claramente a un par de personas. También unos escalofriantes mugidos. Al asomarme, vi a una mujer que era el mismo retrato de mi madre. Sin duda era mi tía. Tenía el brazo metido hasta más allá del codo en el culo de una vaca y hurgaba dentro de sus entrañas. Le acompañaba un joven corpulento: mi primo. Por su fisonomía y su comportamiento supe que era deficiente mental. Ambos estaban tan pendientes de sus actos que no se percataron de mi presencia. Mi tía introdujo el brazo hasta el hombro en el interior de la vaca.
-El ternero viene de culo.
Mi primo contestó con gruñidos y frases ilegibles. Parecía nervioso, con una mano se rascaba la cabeza mientras que con la otra se golpeaba la frente con la palma abierta. No me atreví a intervenir, continué asomado a la puerta observando la escena en silencio.
Desgraciadamente, el ternero nació muerto. Lo achacaron a mi llegada. Es un mal fario, dijo mi tío cuando más tarde llegó acompañado del veterinario.
Después de cenar me obligaron a compartir cuarto y cama con el deficiente. El insensato no tuvo reparos en masturbarse estando yo tumbado a su lado. Cerré los ojos y me tapé los oídos, pero aun así notaba cómo el colchón subía y bajaba. Echaba de menos a mis padres y a mis amigos. Añoraba mi habitación, mi cama, mis cosas… Tenía que ser fuerte y adaptarme. No quedaba otro remedio. Debía dejar atrás mi anterior vida y empezar de nuevo. Por fin, mi primo calmó sus ardores y al rato se quedó dormido. Yo no pude, estaba demasiado alterado. Desde la cama observé la ventana y a través de ella un cielo plagado de estrellas. Nunca había visto tantas. Por encima de los ronquidos me pareció escuchar un aullido. Me levanté, me acerqué al ventanal y lo abrí. Efectivamente, era un aullido, claro y nítido, atravesando la curva de la noche. Mi nueva vida también incluía lobos.
De madrugada, mi tío partió con el rebaño. Desde la cama le escuché arengar a las ovejas para que saliesen del corral. Mi primo no estaba. Había dejado una mancha de saliva en su lado de la almohada. De pronto entró mi tía.
-¿A qué esperas para levantarte? Aquí nos ponemos a trabajar al alba, así que espabila.
Me puso a limpiar el establo. En cuanto terminé, me ordenó cavar una fosa detrás de la cuadra para enterrar el ternero muerto. Después de estar un rato cavando, tenía las manos llenas de ampollas. A pesar de ello, seguí con la tarea. No quería que me tachasen de blandengue. Cuando acabé, se lo hice saber a mi tía. Fuimos en busca del novillo pero había desaparecido. Según ella se lo había llevado mi primo. Los buscamos por toda la granja y los encontramos ocultos entre unas alpacas de heno. Mi primo tenía consigo el cadáver. Por alguna razón que desconozco, se había encariñado de él y no había manera de quitárselo. Tratamos inútilmente de convencerlo, pero se aferraba al becerro como si le fuera la vida en ello. Como era más fuerte que nosotros y tuvimos que rendirnos.
-Ya verás cuando venga tu padre.
Mi tío regresó con el rebaño al final del día. Mi tía no perdió tiempo y le contó lo sucedido. El tema se zanjó con una brutal paliza. El padre se impuso al hijo y, por fin, pudimos enterrar el cadáver en el hoyo que yo había cavado.
Aquella noche el dormitorio fue solo para mí. A mi primo lo castigaron encerrándole en el establo. Agradecí un poco de intimidad. No obstante, estaba tan cansado que me quedé dormido en cuanto me metí en la cama.
A la mañana siguiente encontramos la puerta de la cuadra reventada y la zanja vacía. Mi primo y el becerro habían desaparecido. Lo buscamos por la casa y alrededores. Todo indicaba que se había internado en el bosque. Mi tío y yo dedicamos la mañana entera a seguir su rastro. No pudimos dar con él. Después de comer, continuamos buscando. Al caer la noche, tuvimos que regresar. Mi tía estaba muy preocupada. No era para menos, el frío y los lobos eran amenazas palpables que debían tenerse en cuenta.
-Tranquila, mujer, no es la primera noche que la pasa en el bosque. Seguro que estará bien.
No supimos nada de él en dos días. Al tercero regresó escoltado por una pareja de la guardia civil. Por lo visto aquella misma mañana apareció en el pueblo cargando con el ternero.
Cuando los beneméritos se fueron fue el turno de mi tío. Se quitó el cinturón y golpeó con la hebilla a su vástago. Así hasta que mi primo fue reducido y soltó el becerro. Después fue conducido hasta el establo. Una vez ahí, le ajustaron una cadena alrededor del cuello y le pusieron un candado. El otro extremo de la cadena estaba firmemente anclado a una viga.
Esa misma tarde mi tío y yo nos adentramos en el bosque para poner fin de una vez por todas al problema del ternero. El plan era abandonar el cadáver a varios kilómetros para que las alimañas se encargasen de él. Así lo hicimos. De regreso, mi tío hizo algo que llamó mi atención: se acercó a un árbol, olfateó el tronco y meó sobre la corteza que acababa de olisquear. Solamente dejó salir un pequeño chorro, el resto se lo guardó.
-A los lobos, si quieres que te entiendan, hay que hablarles en su idioma.
Hacía cinco días que vivía con ellos y era la primera vez que me dedicaba una frase de más de tres palabras. Llegamos a otro árbol y repitió la misma escena, es decir: lo olió y vertió un chorro de meada sobre el tronco.
-Hay que dejarles claro que tú meas más alto que ellos. Así sabrán que este no es su territorio y dejarán en paz a nuestras ovejas.
Mi tío había sido pastor desde niño. Según él, los lobos jamás habían atacado a sus rebaños. De pronto se puso en guardia. Había visto algo. Se agachó muy despacio, cogió una piedra del suelo y la lanzó. El pedrusco dio en el blanco: una liebre que tuvo la mala suerte de pasar por ahí.
-Ve a buscarla.
Me acerqué hasta el animal. Aún vivía. Tenía espasmos en las patas traseras y sangraba por las orejas y la nariz. Percibí el miedo en sus ojos. Yo también lo tenía. Era la primera vez que veía agonizar a un ser vivo.
-¿A qué esperas para cogerlo?
No me apetecía tocar a la liebre. Ni mancharme de sangre. Vomité. Fue él mismo quien se encargó de coger la pieza. La levantó del suelo y con un golpe de mano le rompió el cuello. Volví a vomitar.
Esa noche la cena consistió en un guiso de liebre con patatas. No quise probar bocado.
Al día siguiente mi primo fue puesto en libertad. En cuanto lo soltaron se puso a buscar al ternero por toda la zona. Probó a escavar con sus manos en varios sitios que él mismo eligió al azar. Al ver que no lo encontraba gruñó y berreó, pataleó, se golpeó la cabeza con los puños, e incluso se arrancó algunos mechones de pelo. Todo fue inútil. Finalmente se ocultó entre las alpacas de heno y allí pasó el resto de la jornada.

Pasaron los días y cayó la primera nevada. Acondicionamos el establo y trasladamos las ovejas dentro. El trabajo era duro pero según transcurrían las semanas me iba acostumbrando a mi nueva vida. Los modales bruscos y primitivos de mis tíos ya no me lo parecían tanto. Lo peor era tener que compartir cama con mi primo. El depravado seguía masturbándose sin importarle que yo estuviera a su lado. Eso no dejaba de cohibirme e inquietarme. Y sucedió que una de esas noches mi primo me violó. Estaba durmiendo. De pronto noté un peso encima. Enseguida tomé conciencia de sus intenciones. Traté de resistirme pero él era más fuerte. Además, me había cogido por sorpresa y me tenía totalmente sometido. Quise gritar. Lo impidió tapándome la boca con su manaza. Recuerdo que le olía a semen rancio. Nada pude hacer. Me sodomizó sin miramientos. Cuando terminó se dio la vuelta y al poco se quedó dormido. Fui incapaz de moverme o tomar represalias. Estaba tan cohibido, tan conmocionado, tan humillado… que solo pude llorar. Lo hice durante toda la noche. A la mañana siguiente me levanté como si no hubiera pasado nada. Delante de mis tíos me comporté con naturalidad y no les dije ni palabra del asunto. No obstante, el dolor y la vergüenza iban por dentro. Debía aguantar, entre otras cosas porque había jurado vengarme.

Me desperté sobresaltado. Había tenido una pesadilla, pero nada más abrir los ojos mi mente borró todo registro de ella. Tan solo quedó una imagen: Un árbol de navidad decorado con vísceras y restos humanos. En lugar de espumillón había intestinos. Orejas cortadas, dedos amputados, globos oculares sustituían las típicas bolas de colores. En vez de una estrella coronando el árbol, estaba un corazón sangrante que aun palpitaba… El dormitorio estaba en penumbra. Todavía era de noche. Pensé en mis padres. Quizás porque iban a ser las primeras navidades que pasaría sin ellos. Los echaba de menos. Qué lejos quedaban aquellos días felices. Miré a mi primo. Dormía con la boca abierta. Lo odiaba profundamente por lo que me había hecho. Cada vez que lo veía me hervía la sangre. Sentirlo en la misma cama me asqueaba y a la vez me aterraba. Tenía miedo de que volviera a violarme. Por las noches no pegaba ojo, pendiente en todo momento de cualquiera de sus movimientos.
Mis temores se vieron confirmados la noche antes de navidad. Estaba tan cansado que, sin querer, me quedé dormido. Mi primo aprovechó el descuido y quiso follarme por segunda vez. Sabía que resistirme no iba a valer de nada. Él era más fuerte, así que esta vez utilicé la inteligencia.
-¿Te acuerdas del ternero?
Capté su atención al momento.
-Sé dónde está escondido.
Lo tenía encima. Notaba su verga dura sobre mi espalda.
-Si no me haces nada, te diré dónde está.
Se aporreó la frente con los puños, como si necesitase de los golpes para poner en funcionamiento las escasas neuronas de su cerebro. Al final me dejó libre. Quiso que fuéramos de inmediato a por el becerro, pero le convencí de que sería mejor esperar a que se hiciera de día.
Por la mañana me lo llevé al bosque. Anduvimos durante muchos kilómetros entre la espesa vegetación hasta que llegamos al chaflán de un profundo barranco.
-Está ahí. Asómate y lo verás.
El ingenuo no cuestionó mis palabras y se acercó al borde. De una patada lo envié al vacío. Vi su gesto de asombro mientras se precipitaba al fondo del barranco. Finalmente se estrelló contra las rocas. En un arranque de júbilo grité a los cuatro vientos. Dejé salir la rabia y la humillación. Mi grito fue volviéndose un aullido. Aullé como un poseído. Para mi sorpresa a mi aullido llegó otro en forma de respuesta. Los lobos estaban cerca. Les grité:
-Estoy aquí y he venido a quedarme.

Eché una última mirada al cadáver de mi primo. Ese malnacido jamás volvería a hacerme daño. Con un poco de suerte los lobos lo encontrarían y se darían un festín. En cuanto a mis tíos, sabía que no sospecharían de mí. Darían como bueno que el loco de su hijo se hubiera despeñado por un barranco. En cierto modo les había hecho un favor. De regreso me paré a oler algunos árboles y a mear sobre sus troncos, tal y como me había enseñado mi tío. Era hora de dejar mi marca. Que todo bicho viviente supiera que ese iba a ser mi territorio. Me lo había ganado. 


pepe pereza

martes, 17 de noviembre de 2015

VIGA - GSÚS BONILLA (EDICIONES LILIPUTIENSES)

VIGA de Gsús Bonilla en Ediciones Liliputienses muy pronto.

Prólogo o así. By Pepe Pereza
"La tarea consistía en construir inmensas vigas de hormigón reforzadas con estructuras metálicas. Una tarea dura y muy peligrosa. Todo lo que manejabas pesaba varias toneladas y para hacerlo te servías de grúas elevadoras que se deslizaban por una serie de raíles que estaban suspendidos del techo. Un fallo podía ocasionar una catástrofe. Cuando una viga estaba colgada de la grúa había que poner mucho cuidado a la hora de transportarla. Sobre todo se requería máxima atención al detener el desplazamiento ya que la propia inercia de la viga hacía de ésta un gigantesco ariete. Si la grúa se detenía cerca de una pared se corría el riesgo de que la viga, al balancearse, la golpease. Lo pudimos comprobar un día que uno de los operarios no calculó bien y una traviesa de quince metros golpeó uno de los tabiques del almacén. Se produjo un gran estruendo. La mayoría de los cristales saltaron por los aires. El polvo del techo, acumulado durante décadas, cayó sobre nuestras cabezas y se extendió por todo el recinto llenándolo de una neblina en la que apenas podíamos respirar. Por un momento, todos temimos que el edificio se viniera abajo. Recuerdo que a la entrada del viejo almacén había una nevera. No para guardar cervezas o refrescos, no. La nevera estaba allí por si sufrías una amputación y tenías que conservar en hielo el miembro seccionado. Al lado, había un cartel explicando los pasos a seguir en caso de accidente. Esa nevera era un recordatorio del peligro real que te rodeaba."

Este texto de Pepe Pereza en su novela ‘Se ruega silencio’ (de próxima aparición en Ediciones Lupercalia) me ha valido un potosí y me sirve para introducir VIGA, mi próximo cuaderno de poemas. La verdad es que no sabes muy bien cómo algo que a escrito otro en otro contexto totalmente diferente, sirve para descifrar tu propia propuesta, a la hora de plantear un poemario, pues no son pocos los frentes donde han sucedido los poemas que propones en él y están en otra dimensión narrativa e incluso literaria. En cualquier caso mi amistad con Pepe tiene que ver mucho con el destino y el azar, la paradoja es que no tiene nada que ver con la casualidad. Nos buscamos y nos encontramos. Henos aquí.

https://www.facebook.com/gsus.bonilla.9?pnref=story

martes, 10 de noviembre de 2015

PRÓXIMAMENTE


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(PRÓXIMAMENTE LA EDICIÓN IMPRESA DISPONIBLE)
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PRESENTACIÓN

Presentación oficial
MADRID-COCHABAMBA (CARTOGRAFIA DEL DESASTRE)
Viernes 27 de noviembre, 21:00h
ALEATORIO (c/ Ruiz 7, MADRID)
Tras su exitosa publicación en Bolivia, la edición española del libro "MADRID-COCHABAMBA (Cartografía Del Desastre)" (Ediciones Lupercalia), de Pablo Cerezal y Claudio Ferrufino-Coqueugniot, ya está disponible en librerías
Celebraremos la edición de este magnífico volumen, el próximo 27 de Noviembre, a las 21:00h, con la presentación oficial en Madrid que se realizará en Aleatorio (c/ Ruiz, 7) y a la cual queremos invitarte.
En el evento se presentará también un avance del Videoarte Documental "Madrid-Cochabamba (las variaciones Lewandoski)", realizado por el renombrado cineasta José Ramón Da Cruz, y basado en el libro.

El evento será presentado por el poeta Emilio Losada, y contará con la presencia de Pablo Cerezal y José Ramón Da Cruz.

MUY PRONTO EN LUPERCALIA EDICIONES


viernes, 6 de noviembre de 2015

LOS CUADERNOS NEGROS de CARLOS SALCEDO ODKLAS (ARRANQUE)


     Cuando abrió la puerta la vio ahí, de pie en el umbral, la chica a la que había amado durante los últimos cuatro años.
     Se miraron. Miles de besos, de caricias, de orgasmos, de te quiero...
     Pudo notar la tensión y la incomodidad en el aire. Sopesó durante un instante en darle un par de besos, aunque fuese en la mejilla, pero desechó la idea al momento. Lo mejor sería acabar con el trámite cuanto antes y de la manera menos dolorosa posible.
     -Hola -fue lo que consiguió balbucear.
     -Hola. Acabemos con esto, tengo prisa -dijo ella mientras atravesaba con decisión la puerta sin esperar respuesta alguna.
     Se dirigió al salón. Él reaccionó, cerró la puerta e hizo lo propio. Volvió rápidamente a colocarse frente a ella procurando aparentar firmeza e intentó buscar sus ojos. Ella cruzó los brazos y echó una rápida ojeada a su alrededor, buscando sutiles cambios en el entorno, buscando pistas. Luego clavó sus ojos en los de él.
     Aquella mirada le heló el corazón. Una mirada cargada de odio y desencanto.
     El odio estaba parcialmente fingido, parcialmente, reconocía esos pequeños matices en su cara que mostraban que se intentaba hacer la fuerte. Lo malo era el desencanto, porque no estaba fingido ni exagerado, era absolutamente real. Percibió todo el agotamiento de esa pesada carga de la que pretendía librarse de forma definitiva en aquel preciso momento. Él se acojonó, su mente empezó a titubear. Replegó la barrera relajando su facciones y se dispuso a preguntarle ¿qué tal estás? Pero no le dio tiempo, ella habló primero.
     -¿Dónde están mis cosas?
     -Las tengo en la habitación.
     -Tráemelas por favor.
     -Sí, claro.
     Obedeció y fue rumbo a la habitación. Por algún motivo no se sentía cómodo dejándola a solas en el salón. El ordenador estaba encendido, pero no había nada en él que pudiese causar un conflicto, no había pestañas con porno ni estaba chateando con alguna zorra. Tampoco tenía nada que ocultar, ningún objeto extraño de alguien extraño, ni restos de fiesta desenfrenada. Pero aún así no se sentía cómodo. Intentó darse prisa, cogió la maleta del armario y volvió al salón. Ella seguía exactamente igual a como la había dejado.
     -Aquí tienes -dijo posando la maleta a sus pies. Ella miró el bulto con indiferencia.
     -¿Está todo?
     -Claro -mintió.
     -Gracias.
     -De nada.
     Se miraron sin saber qué hacer a continuación. Era igual que una puta partida de ajedrez, había que planear cada jugada concienzudamente, cualquier gesto, cualquier palabra debía ser meditada de antemano. La tensión le sobrepasó, se quedó en silencio y aguardó a que fuese ella la que moviese ficha.
     -El ordenador.
     -¿Qué le pasa?
     -Quiero ver cómo borras nuestros vídeos.
     -¿Qué dices?
     -Sabes perfectamente de lo que hablo.
     -¿Qué?
     -Los vídeos, quiero ver cómo los borras delante mío.
     -¿Qué te pasa?
     -Vamos, ahora -le lanzó una mirada desafiante. Él la aguantó, no pensaba achantarse, no en esto, por ahí no pensaba pasar.
     -Ni de coña.
     -Vamos. Bórralos, ahora.
     -A ver... Para empezar no me des ordenes ¿vale? Estás en MI casa.
     -Pero soy yo la que sale en esos vídeos, y no quiero que los tengas, así que quiero ver cómo los borras ahora mismo.
     -¿Pero qué dices tía? ¿Se te ha ido la olla? -Retrocedió hasta el sofá, cerca del ordenador, para protegerlo. Se sentó y se encendió un cigarrillo-. ¿Qué crees? ¿Qué voy a subirlos a Pornhub o algo así? Venga tronca.
     -Me da igual. No quiero que los tengas.
     -Joder, no voy a subirlos a ninguna web porno ni voy a enseñárselos a nadie ni nada de eso, sabes que no soy así, puedes estar tranquila.
     -No es eso. No quiero que los tengas... Y, sobre todo, no quiero que los veas.
     Vaya, eso había sido duro.
     Se quedó en silencio, pensativo. Dio una calada. La miró. Expulsó el humo.
     -No... No, no pienso hacerlo.
     Ella apartó la mirada y suspiró agotada. Reunió fuerzas y volvió a mirarle.
     -Bórralos, te lo pido por favor.
     -¡No te jode, borra tú los tuyos!
     -Lo haré, no te preocupes.
     -Pues voy hasta tu casa a ver cómo los borras y luego yo borro los míos.
     -No digas tonterías, cuando salga por esa puerta no tengo intención de verte nunca más.
     Segundo derechazo al rostro, el púgil se debate confuso contra las cuerdas, recibe instrucciones de la esquina.
     -... Pues no, no pienso borrarlos, son míos.
     -Joder Alex -descruzó los brazos al fin y los colocó sobre sus caderas, suspiró nuevamente y buscó la calma en la ventana que daba al exterior.
     -Son recuerdos joder, yo no te pido que borres mis mensajes o que me devuelvas los regalos.
     -No es lo mismo.
     -Sí es lo mismo.
     -No es lo mismo ni de coña.
     -Pues por ahí no pienso pasar tía, ni de coña, no pienso borrarlos, son mis recuerdos, no haber dejado que los grabase. Ahora fue él quien cruzó los brazos aparentando autoridad, pero no resultaba tan convincente como ella.
     -¿Para qué los quieres?
     -¿Cómo que para qué? Esa no es la cuestión. Puede que esto se acabe, pero no dejaré que borres su rastro como si no hubiera existido.
     -Bueno, haz lo que quieras -se agachó para recoger la maleta.
     -¿Te vas ya? -dijo extrañado. No pensaba que ella fuese a darse por vencida tan rápido en el asunto de los vídeos, y tampoco estaba seguro de querer que se fuera.
     -Sí, no me queda nada por hacer aquí.
     -Espera, te acompaño a la puerta.
     -No hace falta.
     Alex dejó el cigarrillo en el cenicero y la siguió. Al cruzar la puerta ella se giró y se miraron una vez más, quizás la última.
     -Cuídate mucho Alex.
     -Sí, tú también.
     Finalmente se impuso la tristeza en los ojos. Antes de que el silencio se hiciese incómodo ella le dio la espalda y comenzó a bajar las escaleras rumbo al portal, cargando con esa maleta donde se amontonaban cuatro años de relación. Él la observó desde la puerta. Su pelo negro cayendo por la espalda, sus hombros, sus brazos, la puta maleta. Cada peldaño que los alejaba era como un martillazo. ¿Era así como acababa? ¿Cuál era la jugada para no acabar con un rey decapitado? Ella seguía bajando, cada paso un poco más lejos, un poco más lejos.
     Déjala partir, es lo mejor para ambos.
     Pero no pudo, fue tras ella acortando peldaños y agarró su hombro. Ella lo apartó de una forma que simulaba ser violenta.
     -Espera... Espera joder, vamos a hablar.
     -Ya no hay nada de qué hablar.
     -Venga, no seas así.
     -Se acabó.
     Y continuó bajando. Él se quedó quieto, observando en silencio, hasta que desapareció de su vista.
     Volvió a entrar en casa. El silencio era extraño. Fue hasta la ventana del salón y se asomó al exterior. En la calle hacía frío. En la calle había ruido. En la calle la gente iba de un lado para otro. Intentó encontrarla entre la maraña. Necesitaba verlo, quería esa imagen sin saber por qué. La vio. Cargando con la jodida maleta. Ahí, en mitad de la calle, en mitad de la jungla, le pareció el ser más indefenso del mundo, tan frágil en el mar de asfalto... Quería saltar por la ventana y llegar hasta ella atravesando el aire, como un jodido superhéroe, como un caballero alado, como todo lo que nunca había sido. Quería olvidar la mierda, empezar de nuevo, abrazarla y decirle que todo iba a salir bien esta vez. Mentiras a uno mismo. Nada de eso iba a pasar. Ella de lo que debía protegerse era de él, y él era el que estaba jodido sin remedio ya que ahora estaba a merced de sí mismo, de sus demonios. Lo sabía, y por eso estada aterrado, aterrado de verdad.
     La siguió con la mirada.

     Ella no titubeó en ningún momento, no giró la cabeza ni una sola vez. Simplemente se fue.

      ¿Qué había que hacer ahora?
     Cerró la ventana y volvió al sofá. El cigarrillo que había dejado se había consumido por completo, al rozar el filtro la larga columna de ceniza se desmoronó en el cenicero.
     Suspiró, intentó asimilarlo. Se encendió otro cigarrillo. Dio un par de caladas. No sabía a nada. Lo posó en el cenicero y se incorporó. Caminó por el pasillo hasta la habitación. Al llegar a ella se quedó parado en el umbral. Miró la cama y la vio, estaba ahí tumbada, de espaldas, tapada con el edredón hasta los hombros, llevaba su camiseta verde de pijama y dormía plácidamente, se apreciaba débilmente su respiración acompasada meciendo el edredón.
     Mierda, la cosa empezaba rápido.
     Entró en la habitación y se dirigió hasta el armario intentando no mirar hacia la cama. Abrió la puerta. Había un hueco, el hueco en el que estaba la maleta, la maleta con sus cosas, sus cosas... Mierda... Intentó no mirar en esa dirección tampoco, intentó no ser presa de la angustia, mantener la cabeza fría. Alzó los brazos y cogió el tarro de cristal, lo abrió. El aroma lo inundó todo. Era una marihuana cojonuda. Agarró un cogollo gordo y crujiente y salió a la carrera de allí.

     Empezó a torturarse con recuerdos. La maría pegaba. Por efecto de ambos empezó a entrarle la ansiedad. Empezó a faltarle el aire, tragar la propia saliva se tornaba dificultoso.
     Se puso en pie y empezó a vagabundear por el salón sin saber bien qué hacer. Miraba el móvil. Miraba por la ventana. Miraba a su alrededor, buscando algún tipo de respuesta que no llegaba mientras luchaba contra la ansiedad y la marea de sentimientos contradictorios que se confrontaban en su interior. Y coronándolo todo su imagen. Ella. Una y otra vez en su mente y su entorno.
     Se recostó en el sofá. Empezó a tocarse la cara como si se secara un sudor imaginario. Suspiró. Se incorporó y fue hacia la ventana. Miró al exterior. Todo seguía su curso normal, todas las historias avanzaban sin tocarse. Sus movidas y su sufrimiento eran insignificantes en la inmensidad del mundo, incluso eran irrelevantes en la intimidad de su calle. Nada parecía haber cambiado, nadie miraba en su dirección e inclinaba la cabeza como muestra de apoyo, el cielo no se oscurecía para acompañar su melancolía, no había minutos de silencio. Todo seguía igual. Y todo había cambiado.
     Fue hasta la habitación y abrió el cajón. Accedió a la parte de atrás, donde guardaba la coca. Cogió la bolsita y la pesó en la tana. Le quedaban 4,69 gramos. Se los llevó al salón. Se sentó al borde del sofá y acercó la mesa hasta él. Abrió el cierre y observó.




Extracto de la novela LOS CUADERNOS NEGROS de Carlos Salcedo Odklas. 

PRÓXIMAMENTE EN EDICIONES LUPERCALIA