viernes, 8 de mayo de 2015

BAÑO DE ESPUMA

A las tres llega Elena, la chica de la limpieza, y a mí no me apetece ver a nadie. Así que salgo de casa diez minutos antes. Tengo uno de esos días en los que lo único que anhelo es estar solo, perderme en mi isla mental y mantenerme alejado de todo y de todos. Monto en el coche y conduzco sin rumbo por la ciudad.
A la media hora ya estoy harto del tráfico, de detenerme en los semáforos y de las rotondas. Por mucho que lo intento no logro atrapar ese sentimiento de retiro que tanto ansío. Normalmente soy capaz de sumergirme en la soledad más profunda aunque esté en medio de una multitud. Como no tengo otra cosa que hacer, decido llegarme hasta mi librería favorita. Tal vez allí lo consiga.
En cuanto salgo del coche y piso la calle me siento agobiado por la marabunta que me rodeaba. Además, todos los ruidos que generaba la ciudad me son molestos.
Llego a la librería. Me recibe el dependiente, un hombre de mediana edad, con gafas y sonrisa discreta. Nos saludamos cordialmente y me deja a mi aire. Echo un ojo a las novedades de la planta baja. No veo nada que me interese. Subo al primer piso. Es un espacio acogedor, circundado por estanterías llenas de libros que dejan paso a un gran ventanal presidido por un cómodo sofá de cuero. Los rayos de sol rebotan en el barniz que cubre la madera del suelo, dotando al lugar de una luminosidad pulcra y una energía terapéutica. Rebusco entre los ejemplares expuestos. Elijo Sueños de Bunker Hill de John Fante, también Miedo y asco en las Vegas de Hunter S. Thompson. Añado a la compra Catedral de Raymond Carver, y para terminar: Réquiem por un sueño de Hubert Selby Jr. Se está bien aquí, entre las hileras de libros. Me gusta el olor a papel nuevo que me remonta a los primeros cómics que tuve. En la librería hay unas pocas personas, pero es como si no estuvieran. Cada cliente se limita a buscar libros en completo silencio. Me acomodo en el sofá y leo el principio de los libros que he elegido. A las pocas frases quedo convencido de que voy a hacer una buena compra. Me hundo en el cuero disfrutando de esta paz enjabonada de sol. Es complicado que se den las condiciones ideales para que una persona con un estado de ánimo en concreto encaje en un espacio determinado, sin embargo, noto que es aquí donde debo estar. No se me ocurre un lugar mejor, aparte de mi casa, para dejar pasar el tiempo. De pronto, escucho las risas de unos niños. Veo a dos chiquillos subir desde la planta baja y seguir corriendo hasta el segundo piso. Por detrás los persigue el padre llamándoles al orden. Se acabo la tranquilidad. Me levanto del sofá y bajo hasta la caja para pagar.
En la calle me surge la duda de qué hacer. Quisiera ir a casa, pero Elena está allí, limpiando de tres a siete de la tarde. Aún quedan unas horas por delante. No me apetece meterme en una cafetería, tampoco sentarme en una terraza. Lo único que quiero es soledad.
El semáforo está en rojo. Pienso en todo el tiempo que he pasado esperando delante de un semáforo y el tiempo que en un futuro tendré que esperar. Echo la cuenta por encima y sumándolo todo me da una cifra de más de un año. Un año de mi vida tirado a la basura por aguardar delante de una bombilla. La luz se pone en verde. Meto primera, luego segunda y sigo recto. ¿A dónde ir? Se me ocurre que el parque que está junto a la ribera del río debería ser un sitio tranquilo donde pasar un rato.
Salgo de la ciudad por el puente de piedra. Sigo por el cementerio, giro hacia La Casa de las Ciencias, continúo hasta las piscinas municipales y aparco enfrente de La Hípica. Salgo del coche con la bolsa de libros y me interno entre los claroscuros que dejan las sombras de los árboles sobre la hierba. Me siento en el suelo apoyando la espalda en el tronco de un chopo. Es un buen sitio, con vistas excelentes y apartado de la zona de los paseantes. Saco un libro al azar, Catedral de Raymond Carver. El bueno de Carver, sus palabras certeras, rebosantes de sinceridad son el antídoto perfecto contra la apatía. Leerle es como deslizarse por un tobogán. Un trueno. De seguido el chaparrón. Es la típica tormenta de verano. Corro a refugiarme dentro del coche.
Minutos más tarde, vuelve a lucir el sol. A pesar de que ya no llueve, permanezco en el coche. Acabo el relato que estoy leyendo y sigo con el siguiente.
Cuando quiero darme cuenta son las siete de la tarde. Por fin puedo regresar.
En casa todo está limpio e impecable. Elena se ha esmerado. Al entrar en el salón veo que hay varios mensajes en el contestador. Escucho el primero. Es de mis hermanas:
-        (Cantando a dúo) Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz. Te deseamos tus hermanas, cumpleaños feliz…
Apago el aparato. Entro en el baño y abro el grifo para que la bañera se vaya llenando. Aplico gel y sales perfumadas. Enciendo unas velas y pongo música suave. Quiero crear un ambiente agradable. Este baño es la recompensa por las horas que he pasado fuera de casa. Me desnudo y me meto en el agua caliente. Todo es perfecto. Sin embargo, sigo arrastrando un sentimiento acre del que no logro desprenderme. Me doy cuenta de que hoy, día de mi cumpleaños, mi único deseo es volver al útero materno. De hecho, el baño es justamente eso, un vano intento, una recreación inconsciente y chapucera por crear un saco amniótico donde esconderme del mundo para siempre.

pepe pereza

REVISTA AGITADORAS Nº 63 – MAYO 2015

domingo, 3 de mayo de 2015

EL DÍA QUE FOTOGRAFIÉ A BIGAS LUNA

Estamos desnudos, fumando en silencio. Acabamos de follar y cada uno ocupa su lado de la cama. En un momento dado ella se acaricia el vello púbico y deja caer una pregunta.
-        ¿Crees que debería de afeitármelo?
-        Haz lo que quieras.
-        ¿Me ayudas?
En el baño cojo todo lo necesario para el rasurado. Cuando regreso al dormitorio ella está esperando nerviosa y excitada, deseosa de eliminar cuanto antes toda la pelambrera de su pubis.
-        Vamos a ello.
Aplico espuma de afeitar y la extiendo por la zona.
-        Esto me recuerda a la peli que dirigió el tipo ese… el que le gusta mezclar la gastronomía con el sexo.
-        Bigas Luna –contesto.
-        Sí, ése…
Deslizo la maquinilla por el monte de Venus. Repito el movimiento un par de veces y luego la enjuago en una palangana.
-        ¿Sabes qué película digo?
-        Las edades de Lulú.
-        Sí… Joder, cuando la vi en el cine mojé las bragas de lo cachonda que estaba.
-        ¿Te acuerdas de la exposición colectiva que organizó el Ayuntamiento el año pasado, esa en la que reunieron a varios artistas para que expusieran su obra en las calles de la ciudad? No sé si sabrás que uno de los artistas invitados era Bigas Luna.
-        Ni idea.
-        Él se encargó de diseñar una especie de huerto ecológico en medio de La Plaza del Parlamento. Coincidí con él y le hice una foto.
-        ¿Le hiciste una foto a Bigas Luna?
Sí, se la hice. Lo recuerdo porque un minuto después ocurrió algo horrible. Una niña pequeña cayó del balcón de un cuarto piso. La caída fue tremenda y la criatura murió en el acto. Yo estaba a menos de tres metros. Tenía la cámara a mano. Sabía que podía hacer unas fotos impactantes, más cuando la madre bajó a la calle y se arrodilló junto al pequeño cadáver gritando su dolor a los cuatro vientos. Pobre mujer. Solo con recordarlo se me encoge el estómago. No quise hacer las fotos. Hubiera sido una falta de respeto al dolor de esa madre. De repente las manos me empiezan a temblar.
       -        Sigue tú, ahora vuelvo.
       -        Joder, tío.
Voy al salón. Rebusco entre los álbumes hasta dar con la foto que le hice a Bigas Luna. Observo la cara del famoso director, aunque lo que realmente veo es a la niña y a su madre. Esta foto siempre será la que no me atreví a hacer aquel día.
       -        Cariño ¿puedes venir?
       -        ¿Qué pasa?
       -        Me he cortado.
Devuelvo el álbum a la estantería y regreso al dormitorio.

pepe pereza